miércoles, noviembre 28, 2018

Tres poemas de Joseph Brodsky


El explorador polar

A M. B.

Devorados ya todos los perros. En su diario
no ha quedado hoja en blanco. La foto de la esposa
cubierta de palabras, a modo de rosario:
en su rostro el lunar de una fecha dudosa.
Otra foto: la hermana. Pero no se consterna;
marca su latitud. Mientras tanto se ve
que la gangrena, oscura, le sube por la pierna
como la media de una mujer de cabaret.





Intervención en la Sorbona

Conviene, en todo caso, estudiar filosofía
después de los cincuenta. O al menos, armar un modelo
de sociedad. Antes se debe
aprender a hacer sopa, a freír (o a pescar)
un pescado, a hacer un buen café.
De lo contrario, las leyes morales
huelen a cinturón paterno o a traducción
del alemán. Hay que aprender primero
a perder las cosas, en vez de a adquirirlas,
odiarse a uno mismo más que al tirano,
apartar durante años la mitad de tu mísero sueldo
para pagar la renta, antes de razonar
sobre el triunfo de la justicia. Que llega siempre tarde
con un retraso, al menos, de un cuarto de siglo.

Conviene estudiar la obra de un filósofo a través del prisma
de la experiencia, o con ganas (que es casi lo mismo),
cuando las letras se derriten, o cuando una dama
desnuda sobre las sábanas arrugadas vuelve a ser
una foto o la reproducción
del cuadro de un pintor. El verdadero amor
a la sabiduría no pide ser correspondido
y no termina en boda,
como ese ladrillo publicado en Göttingen,
sino en la indiferencia hacia uno mismo,
en el color de la vergüenza --en elegía, a veces.

(Suena el tranvía en algún sitio, se te cierran los ojos,
los soldados regresan, cantando, del burdel;
sólo la lluvia nos recuerda a Hegel).

La verdad es que la verdad
no existe. Ello no nos libera
de responsabilidad. Sino por el contrario:
la ética no es más que ese vacío,
que la conducta humana llena continuamente;
no es más, si les parece, que el universo mismo.
Y los dioses no aman la bondad por sus ojos bonitos,
sino porque, de no existir el Bien, ellos no existirían.
Así que también ellos rellenan el vacío,
quizás de una manera aún más sistemática
que la nuestra, pues en nosotros
no se puede confiar. Aunque ahora somos más
numerosos que nunca, no estamos en Grecia:
nos arruinan las nubes bajas, y la lluvia, como he dicho antes.

Hay que estudiar filosofía cuando
ya no necesitas la filosofía. Cuando adivinas
que las sillas del comedor y la Vía Láctea
están conectadas de un modo más estrecho
que las causas y efectos, más que tú y tu familia.
Que lo que las constelaciones y la sillas
tienen en común es que son insensibles, inhumanas.
¡Es un lazo más fuerte que la sangre
o la cópula! Por supuesto, no debemos
tratar de parecernos a las cosas. Por otra parte,
cuando estás enfermo no es imprescindible sanar ni preocuparse
por la propia apariencia. Esto es lo que se aprende
después de los cincuenta. Y es también la razón por la que al vernos
en el espejo a veces confundimos la estética con la metafísica.





El grito del halcón en el otoño

El viento que nos llega del noroeste
lo eleva sobre el valle de Connecticut:
gris, carmesí, morado y escarlata.
Desde allá arriba ya no se divisa
el sabroso paseo de los pollos
ni el de un ratón de campo en el lindero.

Solo, flotando en la corriente de aire,
lo que ves es una hilera de colinas
achatadas, la plata de los ríos
serpenteantes, como una espada viva,
acero entre meandros, y los pueblos,
como abalorios, de Nueva Inglaterra.

Los termómetros marcan bajo cero
como unos lares dentro de sus nichos.
Las puntas de los templos, congeladas,
contienen el incendio de las hojas.
Aunque para el halcón no son iglesias.
Y por encima de los píos deseos

de los fieles remonta el mar celeste,
pico cerrado, patas contra el vientre
--las garras recogidas como un puño--
sintiendo por debajo en cada pluma
el empuje del aire y en respuesta
los destellos del ojo. Va hacia el Sur,

al Río Grande, al delta, a los hayedos
sofocantes, ocultos en la espuma
poderosa de la hierba afilada,
a un nido, al roto cascarón moteado
de escarlata, a un aroma o la sombra

de un hermano o hermana.

                                          Corazón
recubierto de carne, plumas, alas,
palpitando febril, acalorado,
mientras su cuerpo alado en movimiento
es tijera en el cielo del otoño,
y el azul, más azul por ese punto,
oscura mancha casi imperceptible,

esa sombra que oscila sobre el pino;
gracias al rostro inexpresivo y plano
de algún niño con frío en la ventana,
a la pareja que sale del coche,
a la mujer parada en el portal.

Hacia arriba lo empuja la corriente,
siempre más alto, todavía más alto,
y punza el frío su vientre emplumado.
Mira hacia abajo, trata de orientarse
al ver cómo se ofusca el horizonte,
ve, o le parece ver, los trece estados

primeros, y a lo lejos el humo
que brota, lento, de las chimeneas.
La cantidad de chimeneas le indica
al ave solitaria su altitud.
¡He llegado tan alto! Y el orgullo
viene a mezclarse entonces con el miedo.

Girando sobre un ala, hace un picado.
Pero el aire, como una capa elástica,
lo rebota hasta el cielo, hasta el espacio
helado e incoloro. En su pupila
hay un brillo malvado, una amalgama
de rabia con horror. De nuevo intenta

su descenso. Y de nuevo retrocede,
como una pelota contra la pared,
o el regreso a la fe del renegado.
¡Y son tantas sus ganas! Llegaría
hasta quién sabe dónde, en la ionósfera,
ese objetivo infierno sideral

de las aves. Donde escasea el oxígeno,
donde en lugar de mijo sólo hay granos
de lejanas estrellas. Son los Campos
Elíseos de los hombres, aunque para
las aves representa lo opuesto. No es
con la mente, sino con los pulmones,
que el ave intuye que ya no hay remedio.

Grita entonces. Y de su pico curvo
sale un molesto sonido mecánico,
como el graznido cruel de las Erinias,
o el acero rasgando el aluminio.
Un ruido que resulta insoportable
por no estar destinado a nuestro oído,

ni al del hombre, ni al de la ardilla roja
en su abedul, ni al zorro sorprendido
sin madriguera, ni al ratón de campo.
Nadie puede pagar con tantas lágrimas.
Sólo los perros alzan el hocico.

Un grito agudo, fiero, penetrante,
más terrible que ese re sostenido
del diamante cuando corta el cristal,
cruza el cielo, y en ese instante el mundo
parece estremecerse, lastimado.
Pues el calor allá, por lo más alto,

quema el gélido espacio, como acá
la verja helada quema cualquier mano
que se atreva a tocarla sin un guante.
"Mira, arriba", decimos, el halcón
lacrimoso, ¿no ves la telaraña
que teje ese sonido? Diminutas

ondas perdidas sin el menor eco
en la bóveda que huele a sonora
apoteosis, sobre todo en octubre.
El ave brilla en el celeste encaje,
y se cubre de escarcha mientras flota:
plateada en el cenit, como una estrella.

Con prismáticos, puede divisarse
una perla, detalle incandescente.
Y desde arriba nos llega el sonido:
un ruido de vajilla que se quiebra,
como el antiguo cristal de familia
cuyos fragmentos no pueden herirnos,

sino que se derriten en la mano.
Y al menos ese instante distinguimos
otra vez esos círculos y objetos,
la mancha iridiscente, el abanico,
los anillos, paréntesis y comas,
espigas y pestañas, que llamamos

libre juego y diseño de la pluma;
el mapa convertido en un puñado
de hojas secas que caen en las laderas.
Atrapándolas, corren por la calle
los niños con abrigos de colores
y gritan en inglés: "¡Invierno, invierno!"





Joseph Brodsky
El explorador polar. Antología poética bilingüe
Traducciones de Ernesto Hernández Busto y Ezequiel Zaidenwerg
Kriller 71, 2018.

miércoles, noviembre 07, 2018

Encuentros con Samuel Beckett (fragmento)


(29 de octubre de 1973)

¿Por qué he dejado que pasaran cinco años antes de volver a verlo? Naturalmente en la primavera de 1969 no fui a París y en otoño, cuando me disponía a escribirle, le concedieron el Premio Nobel. Admiradores, universitarios, viejos conocidos, antiguos camaradas de instituto y universidad, miembros de su familia, acudieron de Francia, Inglaterra, Irlanda y hasta Estados Unidos. Beckett quedó literalmente sumergido e incluso llegó a confesar a Bram que su piso se había convertido en un "auténtico burdel". A partir de ese momento, durante todos esos años, decidí no manifestarme.

Estábamos citados en la Closerie des Lilas. Yo nunca había entrado en ese local, y mientras lo esperaba no pude dejar de pensar en todos esos escritores famosos —Joyce, Hemingway, los surrealistas, tantos otros...— que han convertido este café en un lugar legendario. A las siete en punto, la hora de nuestra cita, percibo su elevada silueta. Gafas oscuras, chaqueta de borrego. Bufanda de color rojo pálido, con un matiz especialmente bonito.

Me acerco a él, me presento. Me contempla en silencio durante unos segundos mientras mantiene mi mano en la suya. Se quita las gafas y entramos.

Se quita la chaqueta y hace que me siente en el banco, mientras él se instala en una silla que coloca, con aire decidido, oblicuamente, de manera que no estemos cara a cara. Lleva un pantalón de pana oscuro y algo raído y un jersey de cuello azul gris.

Se sube las mangas. Está bronceado, relajado. Me sonríe. Después se absorbe en sí mismo y un espeso silencio se extiende sobre nosotros como un manto.

¿Cómo iniciar nuestro diálogo? Hablar de cosas poco importantes parece tan difícil como soltarle de golpe las preguntas que deseo hacerle. Hay en él tanta seriedad que impone silencio a tu agitación, te arrastra hacia el centro, reactiva de pronto lo que duerme en tu noche.

Pasa un buen rato antes de que pueda iniciar la conversación.

Acaba de pasar cinco semanas en Marruecos. Ha alquilado un coche y visitado el país, se ha bañado, paseado por los zocos, dormido en las playas...

¿Ha podido trabajar algo durante ese viaje?

—En absoluto. Más bien he intentado fugarme que perseguir algo.

Hablamos extensamente de Bram. Me pregunta qué tal le va, lo que ha pintado, si sigue siendo tan callado. Se lamenta de que ya no se vean, pero le puedo asegurar que eso no impide a Bram pensar en él a menudo.

Me habla de la hermana de Bram, Jacoba, que sobrevive malamente en Ámsterdam con un amigo más joven que ella pero que está paralítico. Me pregunta si lo sabe Bram. Y antes de responderle, con una sonrisa en la que se vislumbra perfectamente el afecto, prosigue:

—No, está fuera de todo eso.

Habla en voz muy baja, con frases cortas, y a veces, a causa del barullo, se pierden algunas palabras y no puedo entender lo que dice.

Durante estos últimos años, ha consolidado algunas puestas en escena. Especialmente en Alemania. Le pregunto si eso le interesa.

—Sí. Pero forma parte de la diversión.

Lamenta que en Colonia, donde han montado Fin de partida, hayan ignorado las indicaciones de la puesta en escena y situado la obra en un asilo de ancianos. Eso lo convierte en caricaturesco.

Le hablo de las decenas de rechazos que ha tenido que soportar con Watt, después con Molloy. Me confiesa que había renunciado a publicar.

—Fue mi mujer, Suzanne, quien insistió y encontró a Lindon en Les Éditions de Minuit.

Y como intento analizar las razones por las cuales no podía sino tropezarse con rechazos, concluye:

—Sí, había una suerte de indecencia... una indecencia ontológica.

Menciono el problema de las traducciones y me explica que es él quien tiene que hacerlas. Si deja que se encarguen otros, entonces tiene que revisar el texto palabra por palabra y eso le supone todavía más trabajo y más dificultades.

¿Qué piensa de esos ensayos y esas tesis que le dedican? Yo le confieso que muchas veces no entiendo nada de esos análisis que me parecen una vivisección inútil. Hace un gesto con la mano en el aire, como para apartar algo que le molesta.

—Es demencia universitaria...

Me habla extensamente del envejecimiento. De la importancia que adquiere el oído en relación con la vista. A partir de ahora, los ojos tienen mucha menos importancia.

No, no escribe mientras camina. No, tampoco padece insomnio.

Le sorprende saber que conozco sus Foirades. Me va a enviar su última obra de teatro. La van a representar en Londres, después en Alemania, y la va a montar Madeleine Renaud que, en escena, sólo será una boca.

Últimamente he tenido que releer Molloy y la continuación para una nueva edición.

—¿Qué impresión le ha producido esa lectura?

Baja la cabeza, mira al vacío y se da cuenta de que no es fácil encontrar una respuesta. De pronto su mirada, su rostro, adquieren una rigidez pétrea y entonces puedo ver que ya no tiene la menor conciencia del lugar y del momento. Es un espectáculo fascinante. Estoy a menos de un metro de él y bastante turbado, pero estoy seguro de que no ve que lo estoy mirando. Lo escudriño con una atención devoradora.

Había olvidado lo característico que es y lo impresionante. Un rostro tan hermoso de frente como de perfil, donde se leen la hipersensibilidad y la energía. Una mirada de vidente, de una intensidad extraordinaria. La frente surcada por arrugas profundas. La nariz aquilina. Las cejas hirsutas y sin recortar. Las mejillas hundidas y sin afeitar. La boca ancha. Los labios finos. Los cabellos grises, recios y alborotados.

Pasan dos, posiblemente tres, minutos interminables. Después la piedra se anima y desvío mi mirada. Otro momento de silencio. Y cuando me dispongo a plantearle otra pregunta, convencido de que ha olvidado la anterior, afirma:

—Ya no me siento en casa.

Puedo asegurar que leyéndolo presentí esta aptitud suya para absorberse de forma total y espontánea en lo que le preocupa.

Sus logros en cadena, que te dejan exhausto y estupefacto, la manera tan particular que tiene de explotar una imagen o una metáfora, de sacar deducciones sorprendentes de la forma más inesperada, dan a entender que en cada palabra empleada ha invertido todas sus energías, su poder de atención y su inventiva, y que, por tanto, es capaz de sumergirse por entero en aquello que imperiosamente lo solicita.

Tomando muchísimas precauciones, le explico que, a mi entender, la trayectoria de un artista no puede concebirse sin una rigurosa exigencia ética.

Largo silencio.

—Lo que me dice es justo. Pero los valores morales no son accesibles. Y no se los puede definir. Para definirlos, habría que pronunciar un juicio de valor, cosa que no es posible. Por eso nunca he estado de acuerdo con esa noción del teatro del absurdo. Porque ahí hay un juicio de valor. Ni siquiera se puede hablar de lo verdadero. Es lo que forma parte del infortunio. Paradójicamente, el artista puede encontrar una especie de salida gracias a la forma. Dando forma a lo informe. Probablemente sólo en este sentido podría haber una afirmación subyacente.

Le pregunto por su vida, por la manera en que se han desarrollado las cosas para él.

Cuando era adolescente, no pensaba en convertirse en escritor. Una vez terminados los estudios, empezó una carrera universitaria. Primero fue lector de francés en la Universidad de Dublín. Pero un año después ya no podía soportar esa vida. Y literalmente se fugó. Llegó a Alemania. Desde allí envió su dimisión.

—Me porté realmente muy mal.

Llegó a Francia. No tenía ni dinero ni documentación. Acababan de asesinar al presidente Paul Doumer (era en 1932), y los extranjeros estaban muy vigilados.

Gracias a una traducción de El barco ebrio para una revista americana, pudo disponer de algún dinero. Para que no lo expulsaran, volvió a Londres. Durante cierto tiempo soñó con ser crítico literario. Para ello entró en contacto con diferentes periódicos, pero sin conseguir absolutamente nada. Volvió a casa de sus padres. Su padre estaba deshecho. Había tenido que dejar la escuela a los quince años, renunciar a sus estudios, y es fácil comprender que no pudiera entender la postura de su hijo.

Tenía veintiséis años y se consideraba un fracasado. En 1933, su padre muere y esta desaparición le afecta profundamente. Hereda una pequeña suma de dinero y se marcha a Londres, donde alquila un apartamento amueblado y vive muy pobremente.

En 1936, tras un largo periodo de crisis, visita Alemania. En tren y a pie.

En el verano de 1937 se instala en París. Entabla amistad con Geer y Bram van Velde, frecuenta a Giacometti y a Duchamp.

Después, estalla la guerra. En 1942, él y su mujer escapan por poco de la Gestapo y después se refugian en Roussillon, en Vaucluse.

En 1945, vuelve a Dublín para visitar a su madre. Después pasa unos cuantos meses en Saint-Lo como almacenista e intérprete en un hospital abierto por la Cruz Roja irlandesa.

En 1946, regresa a Irlanda y durante ese viaje experimenta aquella convulsión que modificó radicalmente su manera de enfocar la escritura y su concepción del relato.

—Esta toma de conciencia ¿fue progresiva o fulgurante?

Habla de una crisis, de instantes de súbita revelación.

—Hasta ese momento había creído que podía confiar en el conocimiento. Que debía equiparme en el plano intelectual. Aquel día todo se desmoronó.

Sus propias palabras me vienen a los labios: "Escribí Molloy y lo que sigue el día en que comprendí mi estupidez. Entonces me puse a escribir las cosas que siento".

Sonríe inclinando la cabeza.

Era de noche. Como tantas veces, erraba solitario y se encontró en la punta de un muelle barrido por la tempestad. Entonces pareció que todo recuperaba su lugar: años de dudas, de búsquedas, de preguntas, de fracasos (unos días después cumpliría cuarenta años), cobraron de pronto sentido y la visión de lo que tendría que realizar se le impuso como una evidencia.

—Entreví el mundo que debía crear para poder respirar.

Empezó Molloy cuando todavía estaba junto a su madre. Lo siguió en París, después en Menton, donde un amigo irlandés le había prestado una casa. Pero una vez acabada la primera parte, no sabía cómo continuar.

Ya no pasaba los apuros de los años anteriores, pero todo seguía siendo difícil. Y así, en la primera página del manuscrito de Molloy, figuran las siguientes palabras: "Como último recurso".

Seguidamente, hasta 1950, arrastrado por un verdadero frenesí creador, escribió Molloy, Malone muere, Esperando a Godot, El innombrable, Textos para nada, que son las únicas obras que merecen su aprobación. Considera que los textos posteriores a 1950 sólo son intentos. Que posiblemente sólo en el teatro hay páginas algo superiores al resto.

Observa que lo que escribe ya no tiene ese tono febril que me impresionó tanto en Textos para nada y en El innombrable. Sabe que lo que le queda por decir está cada vez más restringido y tiene la impresión de que casi podría atraparlo o, en todo caso, delimitarlo mejor.

Hablamos de los textos que acaba de escribir y que sólo tienen algunas páginas. Menciona esos cuadros holandeses del siglo XVII que sirven de memento mori. Uno de ellos representa a San Jerónimo meditando junto a una calavera. Al igual que los pintores que nos han dejado esos cuadros, él quisiera poder contar la vida y la muerte en un espacio extremadamente reducido.

Me vuelve a hablar de la vejez. Pero sin la menor amargura. Más bien con una pizca de jovialidad. El apaciguamiento experimentado le permite escribir con más tranquilidad. Pero teme caer en cierto formalismo. Esos textos tan breves están muy trabajados y han pasado por diferentes etapas. Imaginación muerta imagina ha sido precedido de ocho versiones. En principio, progresa siempre en el sentido de la reducción.

Va a aparecer en italiano un texto de una página y media que se titula Still (silencio e inmovilidad).

Le pregunto si sigue quedándose horas y horas callado e inactivo, escuchando y observando lo que habla y ocurre dentro de él. Me repite que el oído cobra cada vez más importancia en relación con la vista.

De nuevo me habla de la vejez. Esta vez con una especie de resignación abrumada.

Le recuerdo que, durante nuestra primera entrevista, me había dicho que admiraba la vejez de Yeats.

—Sí, la de Yeats y la de Goethe..., la vejez activa y fecunda de los grandes creadores.

Me habla de Fragments, mi primer libro.

—Se puede observar en él un gran desamparo. ¿Le van mejor ahora las cosas?

Me pregunta por mi trabajo, por mi vida en Lyon; le hablo de mi Journal y de que después de que lo aceptara un editor no ha podido salir.

—No tiene ninguna importancia no publicar. Hacemos eso para poder respirar.

Me invita a que le envíe algunos de mis textos. En 1968, después de nuestra entrevista, y a petición suya, le mandé unos treinta poemas. Como respuesta me escribió una carta de la que reproduzco las siguientes palabras: "Aléjese usted tanto de sí mismo como de mí".


Le hablo de pintura y salen a relucir en la conversación los nombres de Matisse, Picasso y Dubuffet, de quien acabo de ver una retrospectiva. Asiente a todo lo que digo.

Está serio, sonríe, extremadamente presente y atento.

A medida que pasa el tiempo me encuentro menos coartado y, después de esta hora de conversación, me siento tan cercano a él que tengo la impresión de estar con un viejo amigo, a quien podría contar todo lo que quisiera. Por eso, ante mi asombro, me envalentono y le desvelo la importancia que ha tenido en mi vida el encuentro con su obra.

Así, un poco al azar, dando salida a todo lo que hay dentro de mí, me pongo a explicarle que me ha enseñado la lucidez, arrancado de la confusión, centrado en lo esencial. Que lo que él había escrito era tan nuevo, tan singular, que leyéndolo tuve la impresión de descubrir la lengua y la escritura. Que sentí una gran emoción al haber podido alcanzar en parajes tan extraños aquello que no cesaba de acosarme desde la adolescencia. Que me gustaba la desnudez y lo cortante de su frase, hecha de palabras limpias, exenta de toda retórica y de todo cerebralismo. Que he pasado decenas de horas recorriendo, interrogando, comentando esos textos en los que creía oír mi propia voz. Que el silencio que puebla las páginas de Textos para nada me había conducido a regiones de mí mismo en las que hasta ahora nunca me había aventurado. Que su obra, en cierta medida, me había destruido, pero que también había recibido una enorme energía. Que el conjunto de sus obras dibuja una curva perfecta, y que está muy bien sentir que cada una de ellas responde a una necesidad imperiosa. Que siento una admiración total por su vida ejemplar. Que es él, y nadie más que él, quien ha sabido revelarnos lo que es el hombre contemporáneo, y no tal escritor, demasiado preocupado en acompañar paso a paso su época. Que le agradezco que se haya mantenido apartado, porque sólo quien permanece al margen puede llegar a tener una visión capaz de taladrar profundamente y de abarcar vastos horizontes. Que considero que esta obra no afirma, sino que procede por negación, y por la negación de la negación, haciendo que en el intervalo surja lo que importa captar. Que me he preguntado decenas de veces quién podía ser ese hombre que ha escrito páginas tan auténticas y tan fundamentales, que había penetrado tan adentro en el sentimiento de desamparo, que había proyectado sobre el hombre y la condición humana una luz tan despiadada y desoladora. Que yo ya no sabía si tenía que seguir intentando escribir, pues él había agotado el terreno en el que yo pensaba que podía explorar algo.

Todo esto lo expresé atropelladamente y de un tirón, posiblemente con cierta pasión.

De pronto mi interlocutor se levanta. Me pide disculpas.

Vuelto bruscamente a la realidad de la situación, lo veo echar la cabeza para atrás, retraer los hombros e intentar respirar. Después de algunos pasos y, para acabar, desaparece dejándome confuso, lleno de turbación y de estupor.

Pasan tres o cuatro largos minutos y regresa.

Un silencio interminable, imposible de romper. Finalmente consigo preguntarle sobre lo que va a hacer en los próximos días.

—Aquí es imposible. Me molestan demasiado a menudo. Me voy al campo. Pasaré unos quince días.

Le confieso que un día me apeteció ir a ver su casa. Pasearme por los prados y los bosques que la rodean. (Al llegar al pueblecito cercano divisé a una dama de cierta edad y le pregunté si por casualidad sabía dónde estaba la casa del escritor Samuel Beckett. Mientras me lo indicaba tuve el presentimiento de que lo conocía. Y sin preocuparme de que me confirmara mi intuición le dije:

—Siento hacia ese hombre una admiración profundísima. ¿Podría hablarme usted de él?

Se quedó por unos momentos sorprendida y con una voz muy suave me contestó:

—Oh, el señor Beckett, el señor Beckett..., sabe, es un gran señor, un gran señor.

Me di cuenta de que todo lo que ella sabía y pensaba de él lo había querido resumir en esas pocas palabras y dejé de insistir.)

Allí —lo sé por un amigo común— escribe, toca el piano, hace la compra, se prepara las comidas, da largos paseos andando muy deprisa, pasa horas sin hacer nada, inmóvil, atento a lo que clama dentro de él.

—Pero cuando no ocurre nada, ¿qué hace usted?

—Siempre hay algo que escuchar.





Charles Juliet
Encuentros con Samuel Beckett
Traducción: Julia Escobar
Siruela, 2006.