El origen de la poesía se confunde con el origen del propio lenguaje.
Tal vez tuviera más sentido preguntar cuándo el lenguaje verbal dejó de ser poesía. O: cuál el origen del discurso no-poético, ya que, restituyendo lazos más íntimos entre los signos y las cosas por ellos designadas, la poesía apunta hacia un uso muy primario del lenguaje, que parece anterior al perfil de su caso en las conversaciones, en los periódicos, en las aulas, conferencias, discusiones, discursos, ensayos o telefonemas.
Como si ella restituyese, a través de un uso específico de la lengua, la integridad entre nombre y cosa -- que el tiempo y las culturas del hombre civilizado intentaron separar en el transcurso de la Historia.
La manifestación de lo que llamamos poesía hoy nos sugiere mínimos flashbacks de una posible infancia del lenguaje, antes que la representación rompiera su cordón umbilical, generando esas dos mitades -- significante y significado.
¿Hubo ese tiempo? ¿Cuando no había poesía porque la poesía estaba en todo lo que se decía? ¿Cuando el nombre de la cosa era algo que hacía parte de ella, así como su color, su tamaño, su peso? ¿Cuando los lazos entre los sentidos todavía no se habían deshecho, entonces música, poesía, pensamiento, danza, imagen, olor, sabor, consistencia, se conjugaban en experiencias integrales, asociadas a utilidades prácticas, mágicas, curativas, religiosas, sexuales, guerreras?
Puede ser que esas suposiciones tengan algo de utópico, proyectado sobre un pasado pre-babélico, tribal, primitivo. Al mismo tiempo, cada nuevo poema del futuro que el presente alcanza crea, con su ocurrencia, un poco de ese pasado.
Recuerdo haber leído, cierta vez, un comentario de Décio Pignatari, en el que llamaba la atención sobre el hecho de que, tanto en chino como en tupí, no existiera el verbo ser, en cuanto verbo de ligazón. Así, el ser de las cosas dichas se manifestaría en ellas mismas (sustantivos), no en una partícula verbal externa a ellas, lo que haría de ellas lenguas poéticas por naturaleza, más propensas a la composición analógica.
Más cerca del sentido común, podemos atender a cómo colocan a los indios americanos hablando, en la mayoría de los filmes de cowboys -- ellos dicen "manzana roja", "agua buena", caballo veloz"; en vez de "la manzana es roja", "esa agua es buena", "aquel caballo es veloz". Esa forma más sintética, telegráfica, aproxima los nombres de la propia existencia -- como si el habla no estuviera refiriéndose a aquellas cosas, y sí presentándolas (al mismo tiempo en que se presenta).
En su estado de lengua, en el diccionario, las palabras intermedian nuestra relación con las cosas, impidiendo nuestro contacto directo con ellas. El lenguaje poético invierte esa relación pues viniendo a tornarse, él en sí, cosa, ofrece una vía de acceso sensible más directo entre nosotros y el mundo.
Según Mijaíl Bajtín, (en Marxismo y filosofía del lenguaje) "el estudio de las lenguas en los pueblos primitivos y la paleontología contemporánea de las significaciones nos llevan a una conclusión acerca de la llamada 'complejidad' del pensamiento primitivo. El hombre prehistórico usaba una misma y única palabra para designar manifestaciones. muy diversas que, desde nuestro punto de vista, no presentan ningún vínculo entre sí. Además de eso, una misma y única palabra podía designar conceptos diametralmente opuestos: lo alto y lo bajo, la tierra y el cielo, el bien y el mal, etc." Tales usos son enteramente extraños al lenguaje referencial, pero bastante comunes a la poesía, que elabora sus paradojas, dobles sentidos, analogías y ambigüedades para generar nuevas signiflcaciones en los signos de siempre.
Así ya perdimos la inocencia de un lenguaje pleno. Las palabras se desapegaron de las cosas, así como los ojos se desapegaron de los oídos, o como la creación se desapegó de la vida. Pero tenemos esos pequeños oasis -- los poemas -- contaminando el desierto de la referencialidad.
Arnaldo Antunes
Traducción del portugués para Nueva Provenza: Inti García Santamaría
lncluido en el libreto del espectáculo "12 poemas para dançarmos",
dirigido por Gisela Moreau, São Paulo, 2000.
Tal vez tuviera más sentido preguntar cuándo el lenguaje verbal dejó de ser poesía. O: cuál el origen del discurso no-poético, ya que, restituyendo lazos más íntimos entre los signos y las cosas por ellos designadas, la poesía apunta hacia un uso muy primario del lenguaje, que parece anterior al perfil de su caso en las conversaciones, en los periódicos, en las aulas, conferencias, discusiones, discursos, ensayos o telefonemas.
Como si ella restituyese, a través de un uso específico de la lengua, la integridad entre nombre y cosa -- que el tiempo y las culturas del hombre civilizado intentaron separar en el transcurso de la Historia.
La manifestación de lo que llamamos poesía hoy nos sugiere mínimos flashbacks de una posible infancia del lenguaje, antes que la representación rompiera su cordón umbilical, generando esas dos mitades -- significante y significado.
¿Hubo ese tiempo? ¿Cuando no había poesía porque la poesía estaba en todo lo que se decía? ¿Cuando el nombre de la cosa era algo que hacía parte de ella, así como su color, su tamaño, su peso? ¿Cuando los lazos entre los sentidos todavía no se habían deshecho, entonces música, poesía, pensamiento, danza, imagen, olor, sabor, consistencia, se conjugaban en experiencias integrales, asociadas a utilidades prácticas, mágicas, curativas, religiosas, sexuales, guerreras?
Puede ser que esas suposiciones tengan algo de utópico, proyectado sobre un pasado pre-babélico, tribal, primitivo. Al mismo tiempo, cada nuevo poema del futuro que el presente alcanza crea, con su ocurrencia, un poco de ese pasado.
Recuerdo haber leído, cierta vez, un comentario de Décio Pignatari, en el que llamaba la atención sobre el hecho de que, tanto en chino como en tupí, no existiera el verbo ser, en cuanto verbo de ligazón. Así, el ser de las cosas dichas se manifestaría en ellas mismas (sustantivos), no en una partícula verbal externa a ellas, lo que haría de ellas lenguas poéticas por naturaleza, más propensas a la composición analógica.
Más cerca del sentido común, podemos atender a cómo colocan a los indios americanos hablando, en la mayoría de los filmes de cowboys -- ellos dicen "manzana roja", "agua buena", caballo veloz"; en vez de "la manzana es roja", "esa agua es buena", "aquel caballo es veloz". Esa forma más sintética, telegráfica, aproxima los nombres de la propia existencia -- como si el habla no estuviera refiriéndose a aquellas cosas, y sí presentándolas (al mismo tiempo en que se presenta).
En su estado de lengua, en el diccionario, las palabras intermedian nuestra relación con las cosas, impidiendo nuestro contacto directo con ellas. El lenguaje poético invierte esa relación pues viniendo a tornarse, él en sí, cosa, ofrece una vía de acceso sensible más directo entre nosotros y el mundo.
Según Mijaíl Bajtín, (en Marxismo y filosofía del lenguaje) "el estudio de las lenguas en los pueblos primitivos y la paleontología contemporánea de las significaciones nos llevan a una conclusión acerca de la llamada 'complejidad' del pensamiento primitivo. El hombre prehistórico usaba una misma y única palabra para designar manifestaciones. muy diversas que, desde nuestro punto de vista, no presentan ningún vínculo entre sí. Además de eso, una misma y única palabra podía designar conceptos diametralmente opuestos: lo alto y lo bajo, la tierra y el cielo, el bien y el mal, etc." Tales usos son enteramente extraños al lenguaje referencial, pero bastante comunes a la poesía, que elabora sus paradojas, dobles sentidos, analogías y ambigüedades para generar nuevas signiflcaciones en los signos de siempre.
Así ya perdimos la inocencia de un lenguaje pleno. Las palabras se desapegaron de las cosas, así como los ojos se desapegaron de los oídos, o como la creación se desapegó de la vida. Pero tenemos esos pequeños oasis -- los poemas -- contaminando el desierto de la referencialidad.
Arnaldo Antunes
Traducción del portugués para Nueva Provenza: Inti García Santamaría
lncluido en el libreto del espectáculo "12 poemas para dançarmos",
dirigido por Gisela Moreau, São Paulo, 2000.