Conocí a Eielson en una terraza miraflorina con vista al recién inaugurado Óvalo Pacífico, hace mil años. Debió ser por el 67, bajo Los Beatles, en una cena-buffet que dieron para agasajarlo luego de su gran exposición en el IAC, en casa de un famoso coleccionista judío, a su paso por Lima pues por entonces residía en París. La exposición había sido un éxito, se había vendido varios cuadros, la crítica era consagratoria, y esto había vuelto a poner en el calendario su rica y discutida dualidad: ¿Era Eielson más poeta que pintor? ¿O más pintor que poeta?... Pregunta insidiosa si la hay, porque como poeta nadie lo discutía...
No sé quién tuvo la excelente idea de invitarnos, tal vez el crítico Juan Acha, quien auspiciaba a las vanguardias desde las páginas de El Comercio, el caso es que inesperadamente terminamos en la cena, nosotros, "los inquietos jóvenes poetas" que ya habíamos publicado una antología-manifiesto de la generación, bajo el nombre de Los nuevos, que había causado mucho revuelo. No recuerdo si estábamos todos, pero sí Mirko Lauer, Toño Cisneros, Julio Ortega y creo que Lucho Hernández... Alguien nos presentó en la terraza y los jóvenes poetas lo rodeamos. Eielson era un hombre menudo, ágil, desenvuelto, con una cortesía irónica y distante, vestido con la elegancia informal del pintor, y con un trato que evidenciaba mucho mundo. Todos éramos grandes admiradores de su poesía, estábamos felices de conocerlo, para todos nosotros era un maestro, y nadie entendía por qué había reemplazado la máquina de escribir por la brocha del pintor, la cuartilla por el lienzo, la idea por el color, y a algunos nos parecía una deserción cuando no una traición. En fin, cuando los jóvenes logramos acorralarlo en la terraza, arrancándolo a esa tira de viejos que lo tenían acaparado, sentí que había en el aire una pregunta incómoda, que alguien tenía que formular, y ese alguien, tal vez fui yo mismo, le preguntó a Eielson por qué había cambiado la poesía por la pintura. Hubo un silencio expectante, una carraspera nerviosa, y él aclaró sencillamente que se trataba de espacios diferentes, y no dijo nada más... Eso no respondió satisfactoriamente a mi pregunta, pero no insistí, y más bien nos tomamos unos tragos, y él andaba fascinado con el Desierto limeño que está "aquicito nomás", a alcance de tu mano. Mirko conocía mejor el tema, porque por entonces ya era un tremendo surfer y luego ambos estuvieron yendo a Lomo de Corvina y a la playa del Regatas...
En fin, esa noche le conté que pronto viajaba a París con mi mujer que era francesa, y Jorge Eduardo me dijo que lo llame cuando pase por allí y me dio su teléfono, sin imaginar que a los pocos meses yo ya estaría llamándolo desde la mismísima Ciudad Luz, y que esos meses serían además los de Mayo 68, mismo Comuna de París... Quedamos pues en vernos en un cafecito de la Mutualité, cerca de donde vivía con su pareja, el barbudo sardo Michele, que cultivaba su notable parecido con el musculoso Brutus, eterno rival de Popeye...
Al rato ya me estaba paseando por el Barrio Latino con Jorge Eduardo y Michele, que me contaban miles de anécdotas sobre París, pintores y poetas, pasando de café en café, de bar en bar, en ese ambiente eléctrico del Mayo francés, donde los príncipes eran los estudiantes pelucones, sucios, rotosos, marihuaneros, pacifistas, que se paseaban con guitarras y saxofones y de pronto lanzaban discursos airados contra la burguesía, porque querían cambiar el mundo ellos también... Como yo diera una propina a un clochard que me caía simpático, Jorge me dijo: "No son tan simpáticos" y procedió a contarme la historia del gran Samuel Beckett a quien, borracho de ron, unos clochards malvados habían empapado en ron, y le habían prendido un fósforo... Se salvó echándose al Sena, que está a la mano para casos como este, y pasamos de un bar a otro, de un tema a otro, porque Eielson había conocido a ese músico gringo loco de John Cage, y a varios de los beats como Ferlinghetti, que había visitado City Light Books, y Burroughs, que había estado en el Perú y lo cuenta en unas cartas —porque nunca estaba anocheciendo y siempre estaba amaneciendo en aquel mes de mayo florido— y en "Chez Georges" que estaba atendido por un argentino, encontré un silencio estratégico en la conversación, y le clavé mi misil nuevamente: "¿Por qué dejaste la poesía por la pintura?", que estaba lleno de sobreentendidos. Y esta vez sí Eielson se dio la pena de contestarme, y dijo: "Porque el Tiempo es muerte, y el Espacio es vida", que me dejó pensativo durante largos años...
Eielson me invitó a pasar por su taller, que visité a los pocos días y me impresionó como a un provinciano, porque tenía el piso de tablones todo pintado de blanco, que formaba un paralelepípedo con los muros que subían al techo y también estaban pintados de blanco hasta las vigas, llenos de coloridos cuadros de Eielson, de Michele y muchos otros, y te daba la impresión de estar en una película de Fellini, y olía a incienso con música repetitiva de Terry Riley o de La Monte Young, y uno se sentía en un ambiente raro y exquisito, con gente en general europea o gringa, marchands, coleccionistas, periodistas de revistas de arte, pintores de vanguardia, y unos personajes de la fauna parisina, que te hacían parpadear... Jorge Eduardo se afanaba en la cocina, al servicio de sus invitados, preparando un plato italiano sobrio y magnífico, no sé, un caviar de berenjenas o unas lonjas de prosciutto di Parma, un queso camembert o un chèvre de esos sublimes que no se encuentran sino en París. Y los vinos... era un hombre del Renacimiento este pata, estaba en todas.
Y de súbito me di cuenta que Eielson no vivía como poeta, sino como pintor. Yo no conocía a ningún poeta que viviera así, con esa gracia, con esa sabiduría, rodeado de tantos talentos diferentes... Casi todos los poetas que yo conocía eran una manga de borrachos que vivían en los bares, que desayunaban, almorzaban, y cenaban en El Palermo, por ejemplo, y habitaban pisos feos, cuartuchos polvorientos, hoteluchos miserables como los que frecuentó César Vallejo durante los 15 años que vivió en París. En Lima los poetas no vivían como Eielson, sino como adocenados clasemedieros con súper bibliotecas, o directamente como misios y cachueleros. Contrariamente a ellos, Eielson desplegaba el gran arte de vivir, que es común entre artistas, pero que es rarísimo entre poetas, y sobre todo peruanos, que desde Vallejo no han hecho sino izar bandera de miserabilismo, y viven de cualquier manera, creyendo que el refinamiento con que tratan a la lengua los exime de cualquier otro...
Por otro lado el tipo de pintura en la que estaba inmerso Eielson estaba pasando por un momento interesantísimo, que era la muerte de los ismos que la habían tironeado y sacudido durante el último siglo, dentro de una intensa reflexión de críticos, filósofos, pintores, y era ahora, más que nunca "cosa mentale" como había definido Leonardo. Y Eielson se colocaba en el centro de la reflexión con la pintura no objetual o conceptual, que había exhibido en la Galería Yvon Lambert en 1968. En alguna entrevista dijo que su vida era su verdadera obra maestra, y yo lo creo firmemente. Antes estuvo cercano a Lucio Fontana y sus cuadros lacerados, a Piero Manzoni y sus ampolletas de "sangre de artista", pero ahora se dejaba ganar por algo más sensual, más irónico como las instalaciones y los juegos de Fluxus, y sus "intervenciones" enla realidad, como aquel evento en el Metro de París, en que Eielson, Hastings y Yvonne von Mollendorf repartieron bocaditos y gaseosas gratuitas a los sorprendidos viajeros. Por aquellos tiempos había dejado de hacer "pintura pintada", y ni siquiera continuaba su serie de "Quipus" que siempre fue muy afortunada y nunca le faltaba comprador para ellos. Había mucho de poesía en todo aquello, pero cada vez que nos veíamos, hablábamos casi exclusivamente de pintura, como si ambos no fuéramos poetas, o precisamente por ello.
Un día Jorge Eduardo invitó a todos los amigos peruanos de París a la inauguración de su nuevo taller de pintura en un pueblito cercano del valle de la Chevreuse que se llamaba, creo, Gif-sur-Yvette. Todos asistimos, con gran curiosidad, porque el taller era un regalo a Jorge Eduardo de su mecenas, el conde ruso Paul Tolstoi, nieto del gran León, quien se había comprado una inmensa masía para habitarla con su mujer e hijo por nacer, pues acababa de casarse y fundar una familia, pero además había mandado restaurar toda una ala de la vieja finca para convertirla en un gran taller de artista, con techos muy altos, loggia, dormitorio, baño, etc. Era un regalo sensacional, pero frío, y más bien helado, porque no había suficiente calefacción para tan grande espacio, y el calor se diluía por el techo, el frío humedecía las paredes. ¿Y ahí iban a habitar Jorge y Michele, los dos solos lejos de París y sus socialidades? Nosotros no lo creímos posible, porque ambos estaban acostumbrados a vivir en las grandes ciudades, París, Milán, Nueva York, pero en el ajo y nunca en la periferia. Y efectivamente tuvimos razón, porque a raíz de esto, Jorge Eduardo tuvo una pelea espantosa con su protector, se dijeron zamba canuta, y rompieron palitos para siempre, al cabo de 7 años de sólida amistad y de un importante apoyo económico que le permitió a Eielson adelantarse por los senderos de la vanguardias sin preocuparse por vender su obra. Poco después Jorge se regresó a Milán con Michele, y a partir de entonces sólo nos vimos en sus esporádicas visitas a París, y luego a Lima, cuando hube regresado a mi país.
La última vez que hablé con él fue por teléfono, Lima-Milán. Me habían encargado invitarlo a un congreso literario en Cajamarca, como huésped de honor. Respondió con voz confidencial y quebradiza que en este mismo momento estaba a la cabecera de su amigo Michele, que se consumía derrotado por el cáncer, y no podía abandonarlo ni un solo instante, como no lo había hecho durante los últimos 40 años... Me excusé por mi impertinencia y le dije adiós al amigo, a los dos amigos que finalmente bien poco se sobrevivieron el uno a otro, como suele ocurrirles a las viejas parejas que se aman...
Rodolfo Hinostroza
Pararrayos de Dios. Crónicas de poetas
Tribal, 2012.