martes, noviembre 14, 2023

Cuatro poemas de Xitlalitl Rodríguez Mendoza


Entre tantos oficios ejerzo éste que no es mío
Juan Gelman

Mi camino es el mismo que el del panadero
el del afilador
el de la secretaria
y ahora me lleva
a la tarde.
Harto ya
seguramente
de mi croar sin rumbo
un día me llevó
a un supermercado.
Allí estaba Juan Gelman
sosteniendo un frasquito
transparente
como el mal que estaba a punto
de quebrarle el cuerpo.
Con la voz rota
de quien ha practicado
su debut en el Bar Chapala
y lo arruinó, le dije
Maestro.
Él sonrió y me preguntó:
¿Vos también escribís?
El lugar estaba a reventar de huesos.
Una lágrima arrojada al escenario
dio las gracias
y ambas salimos corriendo
a alcanzar el camino,
quien se quedó mirando
hacia la noche
mientras pensaba y a ésta
qué mosca le picó.





Resulta que al vidrio le ha dado
por amarme.
Un día estuve en una calle de Berlín.
Al transitarla, una ventana
estalló como un fresno de lluvia
sobre mi cabeza.
Me sentí bendecida.
Hágase en mí
según tu palabra.
Yo venía de haber tirado
una lámpara de lava
en una juguetería.
Contra todo pronóstico
el tubo explotó
en la alfombra
y compradores
y empleados
se incendiaron un momento
como si nunca
se hubiera quebrado algo
en Alemania.
Yo los vi, divertida,
y pagué, menos divertida,
16 euros con las manos
astilladas por los copos
de la tarde.
Geraldine metió la Luna
a un barecito y la estrelló
contra el techo,
nos devolvió algo
de su cara oculta.
Cuando volví a casa,
los 126 tragaluces protestaron
y descendió
su aliento de nube
condensada
como granizo
en mi escritorio.
Incluso dejaron
una hiedra
suspendida.
Hoy rompí la pantalla
del celular al tirarla
sobre la banqueta.
Dio en un punto
estratégico.
La foto donde salimos
tú y yo haciendo radio
parece de pronto vieja
y doblada
y a punto
de desaparecer
como si estuviéramos
transmitiendo
con voz rota
la noticia sobre
un satélite
que explotó
tras su despegue,
pero en realidad
esa imagen
sigue intacta a diferencia
del Centenario.





Constelaciones familiares

A Joven Club Werther y HCAN

Mamá sala la comida
con granos de mar en forma de cruz
para bendecirla.
Papá le amarra pañuelos rojos
a los árboles frutales
para que no se eclipsen.
La abuela
reza padres nuestros
como tiempo de cocción.
Mi tía D
tapa su vaso de unicel
para no beberse
el espíritu
de sus primas,
las monjas.
El sacristán de la parroquia
se emborracha
con vino de consagrar.

H es
colaboracionista
de los duendes:
les siembra monedas
en los helechos
y les sirve agua
en tapas de garrafón;
evita usar ropa con bolsillos.

El pozo del patio
echa lumbre
por las noches
y enciende
el cigarro que alguien volteó
en el rincón más oscuro
de la cajetilla
junto a un deseo mal perfilado,
mientras se consumía
          solo
en el humo concéntrico
de la solastalgia,
ahogado bajo esa ola de espuma solar
que nos mira morir
abrazados
a la tierra
sin ningún ritual
escuela
o divisa que valga.





Ablar komo eskribimos.
Eskribir como ablamos.
Alberto M. Brambila, director del
Orto-gráfiko y tío de Velvet Brambila

Kerida Belbet,
fue tu tío kien lo dijo
pero tú lo sabes mejor ke nadie:
eredaste esa virtud
i la música.
Toka algo en lo ke ago
llin and toniks.
O pongo Oeisis,
Alanis, De Kranberris...
tú eskoje.
Si de algo importa,
llo también creo ke abría
ke serle kaso.
Aora todos disen que lo choteamos,
ke lo kemamos.
Ke sólo ellos podían aserlo:
berlo, apresiarlo.
Pero, kerida, cuántas beses
emos pasado tarde i tarde
entre el umo apretado
de un futuro ke se insendia
ablando
ablando
ablando
al sentro de una mesita blanka
ke recién pintaste
y ke flota al borde
komo una perla apenas
sumerjida
o komo eskirla del último tablón
sin rumbo ni biento
ke espera bolar igual
ke esas ojas
en los puestos de periódiko:
las kosas komo son.
Kuántas beses no emos kaído
de risa
o de miedo
o de un dolor
mui grande
asta doblarnos
sin poder
respirar
porke
ni modo ke no
si somos
bien chistosas.





Xitlalitl Rodríguez Mendoza
Poesía morosa. Prositas de amor contra el SAT
Ícaro Ediciones, 2022

martes, noviembre 07, 2023

Seis poemas de Rafael-José Díaz

No sueles llevar zapatos adecuados, pues nunca sales a nada en concreto, y cuando, sin querer, a medida que la visión se reduce con el anochecer, hundes el mocasín o el náutico en el fango, sientes cómo te sube por el cuerpo una sensación viscosa, como si no fueran únicamente el pie y el zapato lo que se te ha hundido en el fango, sino el cuerpo entero, incluso las partes medulares del cuerpo, que se estremecen entonces con una mezcla de gozo y repugnancia, dando paso a un estado de ánimo idóneo para el proceso de seguir avanzando hacia el interior del bosque a través de los surcos dejados en el suelo encharcado por un vehículo que salió acaso huyendo de una emboscada, un derrumbe, una alucinación.





La tarde colgaba allí de las ramas como si fuera un juego de abalorios. Abalorios de color esmeralda, bisutería de moho que se retorcía entre los aparatosos ramajes y que tintineaba cuando pasaba una de esas ráfagas que nos estremecían y nos hacían subirnos los cuellos de los suéteres. Era una tarde de fantasía, una tarde dentro de un cofre, una tarde que había sido sacada de un cofre escondido dentro de un baúl, bajo un juego limpísimo de sábanas, un baúl arrinconado en un trastero al que nadie subía, y allí estábamos nosotros, flotando entre los ramajes que, como colgajos de la tarde, brillaban de un modo casi imperceptible, pues eran tantas las capas y los cierres y las puertas que los habían preservado desde hacía tanto tiempo que llegar hasta el corazón de todo aquello resultaba casi imposible.





En este paisaje mental podrías deshacerte de gran parte de lo que fuiste. Lo que fuiste y no necesitas. Lo que fuiste y no sabes. Lo que fuiste y no cede. Lo que fuiste y no fuiste. Podrías traer a este vertedero situado en lo alto de una montaña los cachivaches que abarrotan una memoria abrumadoramente desintegrada. En cada partícula, en cada fragmento de partícula, se acumulan piezas inservibles que fueron depositadas allí quizá con la esperanza de reconstruir algún día una armazón que sostuviera el nuevo cuerpo que nunca se formó, la memoria futura de lo que ibas a ser y no necesitabas. Lo que ibas a ser y no sabías. Lo que ibas a ser y no cedió. Lo que ibas a ser y no fuiste. Este paisaje mental es el lugar perfecto para abandonarlo todo. Aquí pueden pudrirse juntos, irrecuperables, lo que fuiste y lo que ibas a ser.





Desciende, a lo lejos, un avión hacia la pista de aterrizaje. Lo miramos un momento entre las aberturas que dejan los árboles entre las partes más altas de sus copas y creemos poder tocarlo con las manos. Pero las manos están ocupadas. Mientras la mirada se despliega un instante en dirección al cielo atravesado por el aeroplano, las manos trabajan silenciosas en rebajar tensiones, anudar nudillos, tejer lazos fugaces, excitar zonas erógenas. En el barro y en el cielo todo es igual de efímero, y lo mismo que una vez que el avión pose sus ruedas en la pista el vuelo habrá terminado, las manos obrarán el final del deseo en cuanto el orgasmo deposite sus fluidos excitantes en la piel tersa del vientre o de los muslos.





Los troncos cortados surgen como setas gigantescas en medio del bosque. No es fácil imaginar por qué los cortan, casi a ras del suelo. Por qué esos árboles ya no están y otros muchos sí. Son como huellas de pisadas, pero al revés: como si alguien pisara desde el interior de la tierra y esas plataformas fueran la revelación de un mundo sumergido e inverso al nuestro. Son los rastros del vértigo de quien camina debajo de nosotros y se hunde en el barro dócil y se tambalea. Pisadas de gigantes ctónicos que afloran en el bosque por el que nosotros, seres minúsculos, revoloteamos como mariposas sin alas. Entre las grietas de esos troncos cortados anidan los milpiés y, si nos limpiamos el barro del calzado en el filo de la corteza, se enroscan histéricos en una espiral. Al cabo de unos segundos, se desenroscan y surcan el barro dejado sobre el tronco.





Todas las veces que fuiste recordaste aquella primera, cuando aún no conocías la montaña y llegaste a ella como se llega a los sitios que de verdad importan, por un golpe de azar, en una compañía fortuita, una noche cuyo recuerdo apenas dibuja el vaho de unos cuerpos en el cristal de un coche y las luces repartidas por la llanura allá abajo. Desde ese día, sin saberlo, algo te vinculó a la montaña, pero, como si supieras que el futuro te depararía momentos no siempre tan gratificantes como aquel, te alejaste de ella, la olvidaste, encapsulaste aquel instante de comunión con el vaho y el cristal, igual que otros muchos recuerdos encapsulados e inservibles, como si lo arrojaras a un vertedero. Sin embargo, conservó algún tipo de luz invisible que irradiaba a lo lejos, cuando pasabas por la carretera que bordea la montaña y, al mirar hacia arriba, sentías la punzada de un nombre borrado, un cuerpo olvidado, el vaho en el cristal.





Rafael-José Díaz
La montaña de barro
El sastre de Apollinaire, 2023