Él tenía quizás 19 años, yo era un año más joven [1905]. Inmensamente sofisticado, inmensamente superior, inmensamente áspero-y-dispuesto, un producto diferente de todos los hermanos y los amigos de los hermanos, y los muchachos con que bailábamos (él bailaba mal). Bailaba con él por lo que decía. No importaba si había mucha gente alrededor. Aquí, en los bosques de invierno, eso parecía importante.
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Había una "casa del árbol" que mi hermano menor había construido: un banco de tablas y una suerte de plataforma. La casa está oculta por las grandes ramas. De vez en cuando, se oye pasar un carro o un carruaje por el camino, por encima del seto. Con intervalos de media hora, las sacudidas de un tranvía o de un trolley. Él no debe perder el último "coche" ni el tren a Wyncote, en la Línea Principal. Hay otro trolley en media hora, digo, preparándome para bajar volando del nido.
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"De nuevo se ha quedado hasta tarde". Mi padre le daba cuerda al reloj. Mi madre dice: "¿Dónde estabas? Te estuve llamando. ¿No me oías? ¿Dónde está Ezra Pound?" Se ha marchado --dije. "¿Y los libros? ¿Y el sombrero?" "Los recogerá la próxima vez". ¿Para qué habré bajado de aquel árbol?
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Eso quizás ayuda a clarificar la nube de recuerdos. Es el contenido emotivo lo que importa. He escrito: "La perfección del momento ardiente no puede mantenerse. ¿O sí?" Erich dice que él es el Spiegel, el espejo, el espejo ustorio que "recoge toda la luz de alrededor". Sí, es cierto, pone la situación ins rechte Licht, pero no sé explicarle cuán doloroso es para mí a veces conservar el recuerdo del "momento ardiente".
Tal vez Erich lo recoge en el Spiegel, pero sólo debe reflejarlo. Yo debo darle cuerpo.
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"Por qué está tan agitada cuando me lee esos apuntes?", me dijo Erich esta tarde. "No sé... no sé..., es el momento ardiente pero todo es tan lejano en el tiempo". "No tiene tiempo", dijo Erich, "es el momento existencial" (palabra que nunca puedo enfrentar). "No tiene tiempo, está fuera del tiempo, es eterno".
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Espero las cartas con la intensa aprensión con que las esperaba hace casi cincuenta años, cuando Ezra finalmente partió a Europa. Con el paso de los años, he impuesto o sobrepuesto esta aprensión sobre otras personas, otras cartas. Una suerte de rigor mortis me empujaba hacia delante. No, mi poesía no estaba muerta pero se construía sobre o alrededor del cráter de un volcán extinto.
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No hay razón para aceptar, condonar, perdonar, olvidar lo que Ezra ha hecho. Sylvia [Beach] lo dejó claro anoche. Y aquí debería renunciar a la esperanza de evocar a Ezra, si me atreviese a pensar en la prisión de Sylvia en un campo de concentración, cuando por poco se muere de hambre, en las magras raciones que dividía con su amiga Adrienne Monnier en el periodo de la clandestinidad. ¿Debo seguir? No hay razón para esperar que lo liberen.
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Es el sabor de las cosas más que aquello que la gente hace. Atraviesa, puede decirse, a todos los poetas del mundo. Uno de nosotros ha sido atrapado. Ahora uno de nosotros está libre. Pero nosotros, los partisanos del pensamiento mundial, del mito, temblamos de miedo. ¿Y ahora qué?
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He leído en el New Yorker del 24 de mayo de 1958 un interesante artículo de Edmund Wilson sobre el "señor Eliot". Escribe Wilson sobre T.S. Eliot: "A ningún otro poeta, tal vez, le va mejor el dicho de Cocteau según el cual el artista es una especie de prisión de la que escapan obras de arte". Wilson habla de la coacción en la poesía de Eliot, escribía bajo coacción --como nosotros. En realidad, la prisión del Yo para nuestra generación se materializó o dramatizó en el encarcelamiento de Ezra.
H.D.
Fin al tormento. Recuerdos de Ezra Pound
Traducción: Ernesto Hernández Busto
Mangos de Hacha, 2018.
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