Dedicada a Rudolf Kassner
Toda en sus ojos, mira la criatura
lo abierto. Sólo nuestros ojos
están como invertidos y a manera de cepos
alrededor de su mirada libre.
Todo lo que está fuera de nosotros
lo conocemos sólo por la fisonomía
del animal, porque, aún muy tierno, al niño
lo desviamos y obligamos
a contemplar retrospectivamente
el mundo de las formas, no lo abierto
-que en la faz de la bestia es tan profundo. Libre
de muerte-. Sólo muerte
vemos nosotros; pero
el animal, libre, tiene siempre
su término tras él,
y, ante él, a Dios, y, cuando avanza, avanza
en la Eternidad, como los surtidores.
Pero nosotros nunca
-ni un solo día-
tenemos el espacio puro ante nuestros ojos
-donde las flores infinitamente
se abren. Siempre en el mundo
y jamás todo aquello
que no está en ningún lado y que nada limita;
lo puro y sin custodia
que se respira en todo, que uno sabe infinito
y que no se codicia. Allá, en la infancia,
se pierde uno en silencio,
en ello y queda en ello conmovido.
Otro -tal otro- muere, y así es.
Pues cerca de la muerte ya no se ve la muerte,
y se mira adelante, con fijeza,
quizá con una enorme mirada de animal.
Los amantes, si el otro no ocultase
la infalible mirada,
están ya casi allí, casi, y se asombran.
Sí, se les abre, como por descuido,
detrás del otro... Pero al otro nadie
consigue superarlo,
y de nuevo se quedan en el mundo.
Por siempre vueltos creación,
sólo vemos en ella los reflejos
de lo que es libre, oscurecido
por nosotros. O, a veces,
ocurre que los ojos, mudos, de un animal
nos transverberan
con mirada inmutable.
A esto se le llama Destino: a estar enfrente
-y nada más que esto- y siempre enfrente.
Si el animal tuviera una conciencia
semejante a la nuestra,
-el seguro animal que se acerca a nosotros
en dirección contraria-,
su paso firme nos arrastraría.
Pues para el animal su ser es infinito,
sin límites
y sin mirada sobre su existir -puro, como
su mirada tendida hacia delante.
Y allí donde nosotros sólo vemos
un futuro,
él lo ve en todo y se ve en todo, a salvo
para siempre. Y, no obstante,
en la bestia, avizor y caliente, gravita
el peso y la inquietud de una enorme y pesada
melancolía.
Porque a ella le agobia siempre lo que a nosotros
nos subyuga a las veces: el recuerdo
-como si ya una vez, eso, a lo que se aspira,
hubiera estado próximo, más fiel
y dándonos en ese nuevo apego
su infinita dulzura.
Aquí todo es distancia,
hálito allí. Después de aquel hogar
primero, este segundo lo parece
ambiguo y a merced de los vientos. ¡Oh dicha
de la pequeña
criatura, que prosigue en el regazo
que la trajo a su fin;
oh dicha del insecto, que brinca en su interior,
siempre, incluso en el trance de sus bodas!
El regazo lo es todo.
Y observa
la semicertidumbre
del pájaro
que, por su origen, casi conoce entrambas cosas
como si fuera el alma de un etrusco,
evadida de un muerto, que recibió el espacio
pero con su figura yacente como lápida.
Mas
¡qué turbación la del que tiene
que volar -al salir del regazo!
¡Cómo asustado de sí mismo,
rasga en zigzag el aire, cual resquebrajadura
en una taza!
Así la huella
del murciélago raya
la fina procelana de la tarde.
¡Y nosotros
meros espectadores
en todo el tiempo, en todos los lugares,
vueltos siempre hacia todo y nunca más allá!
El mundo nos agobia.
Lo organizamos. Pero
se derrumba en añicos.
Lo organizamos otra vez y, entonces,
nosotros mismos
caemos rotos en menudas trizas.
¿Quién nos conformó así,
que hagamos lo que hagamos,
tenemos siempre la actitud
de quien se va?
Como el que sobre la última colina,
desde donde divisa todo el valle,
una vez más, se vuelve, se detiene y rezaga,
así vivimos-
despidiéndonos siempre.
Rainer Maria Rilke
Elegías de Duino
Versión: Juan Rulfo
Sexto Piso, 2015.
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