domingo, julio 07, 2013
Cuatro poemas de D.G. Helder
Peluquería de extramuros
Era, nomás, por pasar cerca del puente
--y ver que el puente seguía estando
aunque el tren ya no pasara-- y enseguida
ir bordeando, del brazo, el Atlético Sparta,
cruzar después la zanja donde, dele sacar
caracoles del agua con una media,
un día, intacta, descubrí entre los yuyos
la cabeza de perro, que a los treinta años
--más un hermano, ahora, que un hijo--
me ofrecí, por calles de tierra,
a ir con mamá hasta la peluquería.
CASA FUNDADA EN EL ANO 898
y que ahora, comidos el uno y la tilde
por la lepra de casi un siglo,
desaparece en una ráfaga. Las gotas
oscuras estallan en el parabrisas
y nace arriba, entre los árboles y molduras,
un prematuro anochecer. En otra vida
quién sabe si el taxista y yo
no fuimos cuñados, él el padre
yo el hijo que soñaba con matarlo,
donante y receptor de un órgano,
socios en una sastrería, un pub, en fin.
La medalla que cuelga de un hilo
atado al espejo retrovisor
hipnótica oscila como el péndulo
de este cuarto de hora acorralados
por obra de la lluvia.
Philishave
Hace un rato, descalzo, en ayunas,
cumpliendo con un rito que hasta hoy
no inspiró una sola idea positiva a nadie
sino más bien la náusea y la fobia tempranas
que llevan a decir frente a un espejo
"ese soy yo, esos dientes son míos,
la lengua una sardina amarga, esos pocos
pelos de ángel van en vías de extinción",
me sorprendí pensando que la afeitadora
podía darme una descarga, que la descarga
bien podía ser fatal, y me vi en el piso,
seco, negro como una tostada, y el cuerpo
todo se me estremeció de algo así como
apego a la vida / aprensión de la muerte,
por lo que intuyo que hay o debe haber
en la raíz de esta planta negativa
que abre sus flores negras a la mañana,
tierra y abono de la misma,
un ciego impulso vital.
Madrigal
A los treinta, todavía con
briznas y agujas de pino en el pelo
y ya con bolsas debajo de los ojos,
el lirón traba con piedras y barro
la entrada de la madriguera.
Habiendo saltado toda
la primavera en una pata,
el verano en dos, ya ni puede caminar.
Los ojos de su madre,
para quien ahora es un extraño,
brillan sobre la hierba un instante
en su rudimento de memoria.
La vigilia duró bastante tiempo
pero el sueño puede no tener fin.
D. G. Helder
El guadal
Libros de Tierra Firme, 1994.
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