¿Qué importa más: un diente o un poema?
¿Es peor perder un buen poema o perder un diente?
¿Aceptarías perder un diente
por cada buen poema que escribes?
¿Llevarías tan lejos tu amor por los poemas?
Imagina el estado de tu boca,
engullendo sin sabor, casi sin masticar,
la comida,
y no poder besar ni reír.
Pero es más deprimente que escribas
como un desdentado,
con versos que no muerden.
Como los dientes, que trabajan en común
pero duelen solos,
que no haya una palabra de tus versos
que no sepa a lo que escribas,
ni un verso que, escogido a ciegas,
no venga apalabrado.
Cansados de mi padre y de su amigo,
hartos de verlos jugar tenis,
fuimos a ver qué había
atrás de la barrera de los árboles.
Mi hermano al frente y yo siguiéndolo.
Nos deslumbró el rectángulo de césped
de la cancha
en medio del verano más tedioso.
Lejos del mar y los amigos,
ese milagro, ¡ese partido
de rojos y azules, ya empezado!
¿Hay más colores además del rojo,
del azul y el verde?
No he vuelto a ver un juego
de futbol así,
sentado en la tribuna con mi hermano.
¿A quién le vas?, me dijo.
¿Y tú?, le dije.
A los azules, dijo, ¿y tú?
A los azules, dije.
Qué novedad, me dijo.
Él siempre al frente y yo siguiéndolo.
No he vuelto a ver más rojos
contra azules,
no he vuelto a ver el rojo y el azul
como esa tarde sobre el césped,
no he vuelto a ver ningún color
junto a mi hermano.
Tronco,
tú supiste desoír
mientras crecías
el llamado de las hojas,
que sólo necesitan una rama
para salir a lucirse.
Cuánto depende
de tu viaje de madera
en busca de un verde soñado,
sin saber si las hojas
se iban a abrir allá,
donde querías llegar.
Cuánto depende a veces
de saber taparse los oídos
y seguir de largo, como tú,
desoyendo las salidas a la mano.
Por ti la sombra fue posible
y con la sombra
pudimos avanzar
siguiendo a nuestros guías, los árboles.
Qué días aquellos
del Teatro del Absurdo,
leyendo a Adamov, Ionesco y Beckett,
sin escribir un solo verso y sin amigos,
excepto la Cantante calva
y el Rey se muere,
más solo que Estragón y Vladimir,
yendo a Cholula, a Pátzcuaro, a Janitzio,
los viajes en camión de madrugada,
mis idas para conocer el tedio y conocerme,
a un paso de volverme absurdo yo también,
qué poco conocí de todo,
pero qué gusto de estar solo
con Adamov, Ionesco y Beckett,
cuando podía leer en cualquier sitio,
casi dormir en cualquier prado,
con mi sombrío estuche de guitarra a cuestas,
mi novia muda de madera de Paracho,
y aquellas pobres mieles de provincia
--alguna sosa artesanía purépecha,
una cajita de dulces poblanos--
que le traía a la mamma,
que nunca conoció Tlaxcala.
No volverán los días
en busca de una estatua, de un portal, de un labio,
ni tú, Teatro del Absurdo,
que habría tenido que llamarse Teatro de la Espera,
espera de Godot o Dulcinea,
porque sus inventores fueron Don Quijote y Sancho,
nunca volví a reírme como entonces,
la risa junto con la rabia
y del enfado otra vez la risa,
nunca mejor poesía que muchos versos,
que mucha gente y muchos besos,
cuando podía leer en cualquier sitio,
casi dormir en cualquier prado.
Fabio Morábito
A cada cual su cielo
Era, 2022
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