No sueles llevar zapatos adecuados, pues nunca sales a nada en concreto, y cuando, sin querer, a medida que la visión se reduce con el anochecer, hundes el mocasín o el náutico en el fango, sientes cómo te sube por el cuerpo una sensación viscosa, como si no fueran únicamente el pie y el zapato lo que se te ha hundido en el fango, sino el cuerpo entero, incluso las partes medulares del cuerpo, que se estremecen entonces con una mezcla de gozo y repugnancia, dando paso a un estado de ánimo idóneo para el proceso de seguir avanzando hacia el interior del bosque a través de los surcos dejados en el suelo encharcado por un vehículo que salió acaso huyendo de una emboscada, un derrumbe, una alucinación.
La tarde colgaba allí de las ramas como si fuera un juego de abalorios. Abalorios de color esmeralda, bisutería de moho que se retorcía entre los aparatosos ramajes y que tintineaba cuando pasaba una de esas ráfagas que nos estremecían y nos hacían subirnos los cuellos de los suéteres. Era una tarde de fantasía, una tarde dentro de un cofre, una tarde que había sido sacada de un cofre escondido dentro de un baúl, bajo un juego limpísimo de sábanas, un baúl arrinconado en un trastero al que nadie subía, y allí estábamos nosotros, flotando entre los ramajes que, como colgajos de la tarde, brillaban de un modo casi imperceptible, pues eran tantas las capas y los cierres y las puertas que los habían preservado desde hacía tanto tiempo que llegar hasta el corazón de todo aquello resultaba casi imposible.
En este paisaje mental podrías deshacerte de gran parte de lo que fuiste. Lo que fuiste y no necesitas. Lo que fuiste y no sabes. Lo que fuiste y no cede. Lo que fuiste y no fuiste. Podrías traer a este vertedero situado en lo alto de una montaña los cachivaches que abarrotan una memoria abrumadoramente desintegrada. En cada partícula, en cada fragmento de partícula, se acumulan piezas inservibles que fueron depositadas allí quizá con la esperanza de reconstruir algún día una armazón que sostuviera el nuevo cuerpo que nunca se formó, la memoria futura de lo que ibas a ser y no necesitabas. Lo que ibas a ser y no sabías. Lo que ibas a ser y no cedió. Lo que ibas a ser y no fuiste. Este paisaje mental es el lugar perfecto para abandonarlo todo. Aquí pueden pudrirse juntos, irrecuperables, lo que fuiste y lo que ibas a ser.
Desciende, a lo lejos, un avión hacia la pista de aterrizaje. Lo miramos un momento entre las aberturas que dejan los árboles entre las partes más altas de sus copas y creemos poder tocarlo con las manos. Pero las manos están ocupadas. Mientras la mirada se despliega un instante en dirección al cielo atravesado por el aeroplano, las manos trabajan silenciosas en rebajar tensiones, anudar nudillos, tejer lazos fugaces, excitar zonas erógenas. En el barro y en el cielo todo es igual de efímero, y lo mismo que una vez que el avión pose sus ruedas en la pista el vuelo habrá terminado, las manos obrarán el final del deseo en cuanto el orgasmo deposite sus fluidos excitantes en la piel tersa del vientre o de los muslos.
Los troncos cortados surgen como setas gigantescas en medio del bosque. No es fácil imaginar por qué los cortan, casi a ras del suelo. Por qué esos árboles ya no están y otros muchos sí. Son como huellas de pisadas, pero al revés: como si alguien pisara desde el interior de la tierra y esas plataformas fueran la revelación de un mundo sumergido e inverso al nuestro. Son los rastros del vértigo de quien camina debajo de nosotros y se hunde en el barro dócil y se tambalea. Pisadas de gigantes ctónicos que afloran en el bosque por el que nosotros, seres minúsculos, revoloteamos como mariposas sin alas. Entre las grietas de esos troncos cortados anidan los milpiés y, si nos limpiamos el barro del calzado en el filo de la corteza, se enroscan histéricos en una espiral. Al cabo de unos segundos, se desenroscan y surcan el barro dejado sobre el tronco.
Todas las veces que fuiste recordaste aquella primera, cuando aún no conocías la montaña y llegaste a ella como se llega a los sitios que de verdad importan, por un golpe de azar, en una compañía fortuita, una noche cuyo recuerdo apenas dibuja el vaho de unos cuerpos en el cristal de un coche y las luces repartidas por la llanura allá abajo. Desde ese día, sin saberlo, algo te vinculó a la montaña, pero, como si supieras que el futuro te depararía momentos no siempre tan gratificantes como aquel, te alejaste de ella, la olvidaste, encapsulaste aquel instante de comunión con el vaho y el cristal, igual que otros muchos recuerdos encapsulados e inservibles, como si lo arrojaras a un vertedero. Sin embargo, conservó algún tipo de luz invisible que irradiaba a lo lejos, cuando pasabas por la carretera que bordea la montaña y, al mirar hacia arriba, sentías la punzada de un nombre borrado, un cuerpo olvidado, el vaho en el cristal.
Rafael-José Díaz
La montaña de barro
El sastre de Apollinaire, 2023
No hay comentarios.:
Publicar un comentario