jueves, diciembre 21, 2023

Cuatro poemas de Gladys González

Mi abuelo nos contaba que cuando era niño vio al diablo

Dice que lo vio cuando iba caminando con su hermana por un potrero, cuando Santiago era mitad ciudad y mitad chacra.

Un hombre alto,
muy blanco,
con sombrero de copa,
la voz grave
y los ojos rojos.

Les sonreía.

Mi abuelo soñó con el diablo hasta su vejez.

Peleaba con él, gritaba y se despertaba de pie, lleno de sudor.

El diablo quería llevárselo.

El diablo merodeaba por la casa.

Con el pasar de los años
todas lo vimos.





Una vez con mi prima nos comimos un kilo de naranjas, que estaban en el frutero de la mesa del comedor

Mi abuela nos gritó horrorizada y nos pusimos a llorar asustadas,
mirando las naranjas vacías. Culpables de algo desconocido y prohibido.

Entendí, muchos años después,
que eran el postre para siete personas de toda una semana.

Una naranja por día.

Nunca pude dejar de imaginar en esa cáscara porosa
y fragante toda la pobreza que conllevaba.

Todo el sacrificio.

Lo triste que debió haber estado al ver las naranjas partidas,
el aroma tan dulce en el comedor.

Las naranjas y lo esquivo de nuestra pobreza.

Mientras nosotras jugábamos a ponernos esas mitades
huecas y blancas en la boca
como una sonrisa falsa.

Una mueca, una dictadura.





Mi bisabuelo materno murió atragantado con un trozo de carne caliente durante una Navidad

Comenzó a hincharse, a ponerse azul, las luces intermitentes del árbol de Pascua se reflejaban pálidas en su rostro. Le golpeaban la espalda, le apretaban el esternón, como un último abrazo, que fracturaba las costillas, mientras rezaban el Credo, el Ave María.

Mandaron al hijo del vecino para que corriera a la panadería y llamara a una ambulancia. Lo sacaron con una sábana en camilla.

En el pasaje, las niñas mostraban sus muñecas de lana y trapo, hacían círculos con una estrellita encendida que tiraba chispas, y los muchachos mayores reventaban petardos, saltarinas de colores, encendían bengalas.

Era la historia clásica de las fiestas familiares, en las que siempre hubo discusiones, gestos de desagrado, intentos por mantener una unidad sanguínea, llantos, culpa, cinismo, entre los cubiertos pulidos, las gaseosas y el vino.

Nunca pude dejar de imaginar esa escena al tragar pastillas para el asma, para poder respirar, al pasar por una carnicería, al comer carne guisada.

Alcohol, secretos, alta tensión, odio, asfixia, desaparición y muerte.

Cosas de familia.





Mi abuelo nos contaba en las vacaciones que durante el golpe militar, al irse de la imprenta del Congreso, que estaba en el subterráneo, no comprendió el paisaje que veía

No había vereda, o calle, el suelo era un mosaico de muertos, puestos en diversas posiciones como un rompecabezas de coágulos, vísceras, manos atadas a la espalda, piernas sobre piernas.

Dice que se acordó de cuando era niño y trabajaba como cargador y limpiador en el matadero de Franklin.

Tomó la decisión de caminar entre los muertos,
saltándolos,
de puntillas,
hasta llegar a su casa de noche.

En el río Mapocho flotaban los cuerpos.

Sangre y militares.
Sangre y balazos.
Sangre y gritos.

Tantos gritos que no entendía de dónde provenían.

Gritos que ya no eran humanos,
gritos que quedaron para siempre en su cabeza,
en el río, en el agua, en la calle,
en la piedra de los edificios,
en la corteza de los árboles,
en las escamas de la piel,
que pasan de generación en generación.

Un aullido,
un tinnitus,
voces que se legaron en las células,
una muerte prematura.

Sangre y llanto.

Sangre y ventanas que se cerraban con postigos. Los cuerpos agachados en el piso esquivando las balas.

Todo olía a yodo, pasaron meses para que dejara de sentir ese olor.





Gladys González
Ruido blanco
Ediciones Libros del Cardo, 2022

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