a Monti
Caminamos una tarde por la falda de un cerro,
silenciosos. En la sombra del tardo crepúsculo
mi primo es un gigante vestido de blanco,
que camina con calma, con su rostro bronceado,
taciturno. Callar es nuestra virtud.
Algún antepasado nuestro debió de estar muy solo
--un gran hombre entre idiotas o un pobre loco--
para enseñar a los suyos tanto silencio.
Mi primo habló esta tarde. Me pidió
que subiera con él: desde la cumbre se divisa
en las noches serenas, el reflejo del lejano
faro de Turín. "Tú, que vives en Turín..."
me dijo, "...pero tienes razón. Hay que vivir la vida
lejos del pueblo: se aprovecha y se goza;
luego, al volver después de cuarenta años, como yo,
se encuentra todo nuevo. Las Langas no se pierden."
Me ha dicho todo esto y no habla italiano,
pero emplea lentamente el dialecto que, como las piedras
de esta misma colina, es tan abrupto
que veinte años de idiomas y océanos distintos
no han podido mellárselo. Y sube la cuesta
con la misma mirada abstraída que he visto, de niño
en los labriegos un poco cansados.
Veinte años anduvo viajando por el mundo.
Se fue cuando yo todavía era un niño llevado por mujeres,
y lo dieron por muerto. Después oí a las mujeres
hablando a veces de él, como en una fábula;
pero los hombres, más reservados, lo olvidaron.
Un invierno, a mi padre ya muerto, le llegó una postal
con una estampilla verdosa con naves en un puerto
y deseos de buena vendimia. Causó gran asombro
y el mayorcito de los niños explicó con vehemencia
que el mensaje venía de una isla llamada Tasmania,
rodeada de un mar más azul y feroces escualos,
en el Pacífico, al sur de Australia. Y añadió que en verdad
el primo era pescador de perlas. Y arrancó la estampilla.
Todos opinaron al respecto, mas coincidieron
en que si no estaba ya muerto, pronto moriría.
Luego todos lo olvidaron, y pasó mucho tiempo.
Oh, desde que yo jugaba a los piratas malayos,
cuánto tiempo ha pasado. Y desde la última vez
que bajé a bañarme en un sitio mortal
y en un árbol perseguí a un compañero de juegos,
rompiendo hermosas ramas, y descalabré
a un rival y también me golpearon.
Cuánta vida ha pasado. Otros días, otros juegos,
otros sacudimientos de la sangre frente a rivales
más huidizos: los pensamientos y los sueños.
La ciudad me ha enseñado temores infinitos:
una multitud, una calle me han hecho temblar;
a veces, un pensamiento entrevisto en un rostro.
Siento aún en los ojos la luz burlona
de miles de arbotantes sobre el tropel de los pasos.
Entre otros pocos, mi primo regresó
al terminar la guerra. Y tenía dinero.
Los parientes murmuraban: "En un año, cuando mucho,
se lo come todo y se larga.
Los desesperados mueren así".
Mi primo tiene un semblante resuelto. Compró una planta baja
en el pueblo y construyó con cemento un taller
con su flamante bomba al frente, para vender gasolina;
y sobre el puente, junto a la curva, un gran letrero.
Empleó a un mecánico que le atendía el negocio
mientras él se paseaba por Las Langas, fumando.
Mientras tanto, se casó en el pueblo. Eligió a una muchacha
delgada y rubia, como las extranjeras
que alguna vez encontró por el mundo.
Pero siguió saliendo solo, vestido de blanco,
con las manos a la espalda y el rostro bronceado;
por la mañana iba a las ferias y con aire socarrón
compraba caballos. Después me explicó,
al fallarle el proyecto, que su plan
había sido el de suprimir las bestias del valle
y obligar a la gente a comprarle motores.
"Pero la bestia", decía, "más grande de todas
he sido yo al pensarlo. Debía saber
que aquí bueyes y gente son la misma cosa."
Hemos caminado más de media hora. La cumbre está cerca;
aumenta en torno nuestro el murmullo y el silbar del viento.
Mi primo se detiene de pronto y se vuelve: "Este año
escribiré en el letrero: Santo Stefano
siempre ha sido el primero en las fiestas
del valle del Belbo, aunque respinguen
los de Canelli".Y prosigue subiendo la cuesta.
Un perfume de tierra y de viento nos envuelve en lo oscuro;
algunas luces lejanas: granjas, automóviles
que apenas se oyen. Y pienso en la fuerza
que devolvió a este hombre, arrancándolo del mar,
de las tierras lejanas, del silencio que dura.
Mi primo nunca habla de sus viajes.
Dice con parquedad que ha estado en tal o cual sitio
y vuelve a pensar en sus motores.
.......................................................Sólo un sueño
le ha quedado en la sangre: una vez navegó
como fogonero en un barco pesquero holandés, el Cetáceo;
vio volar los pesados arpones al sol,
vio huir ballenas entre espumas de sangre,
perseguirlas, lancear sus colas levantadas.
Me lo contó algunas veces.
............................................Pero cuando le digo
que está entre los afortunados que han visto la aurora
en las islas más hermosas del mundo,
sonríe al recordarlo y responde que el sol
se levantaba cuando el día ya era viejo para ellos.
Cesare Pavese
Poesía italiana del siglo XX. Breve antología
Selección, traducción y notas: Guillermo Fernández
UNAM/Premiá, 1987.
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