jueves, noviembre 21, 2019

Cinco poemas de Diana Bellessi


La sirenita

La última fue esa rana pequeña
que nadando con sus patas estiradas
no tendría más de dos centímetros

en la pileta azul inmensa y la vi
de inmediato nadando junto a ella
como dos sirenas con gracia sin par

luego la tomé con mi mano izquierda
para que el cloro no la lastimara
sacándola con esa delicadeza

que señala a la compañera más
amada mientras
ella saltaba al pasto
sin decirme ni siquiera adiós!

ranita en el pueblo de Zavalla





Para que tiemble el mundo

¿T'haciendo los deberes?
me dice un gringo joven
en la heladera del pueblo
donde tomo café...
no, le contesto, escribo
por placer, no por deber
y oigo su risotada
que no me entiende
mientras hablan de accidentes
con unos cuatriciclos
saliendo de la pileta
de la Sociedad Italiana
y me pregunto qué hago
en este joven pueblo
de mierda donde nadie sabe
un poema y de sus héroes
menos sabe, de los bichos
y flores invisibles
y tampoco de los negros
del otro lado de la vía
que hacen relucir con nada
las tontas vidas secas
y perdidas hasta que alguno
escribe los versos de la Belkis
o de la iguana overa
para que tiemble el mundo
pero no estos gringos
ortopédicos de clase media
haciendo las mismas cosas
día tras día aunque cosas
tan idiotas que a nadie
hacen reír con ganas
o llorar frente a los cuentos
sublimes de la Belkis
en la tórrida mañana...





Para llevarlo siempre en mi corazón

Ah el buhonero gitano con sus dientes
de oro que me enamorara en Arcos de
la Frontera, sus enormes búhos,

el de Siberia y los de Canadá
cuya hembra no cesaba de gritar
hasta que él la soltó y se subió

al campanario de la iglesia y de ahí
iba y venía a comer de su mano,
hombre tan gallardo y hermoso silbándole

a la hembra canadiense que rebotaba
hipnótica frente al vidrio de la
ventana allá en lo alto y finalmente

regresaba a sus brazos, "lo hace con
gusto" decía su mujer, los dos
vestidos de negro y ella mirándolo

con admiración como lo miraba
yo, a él y a su lechuza en el mirador
sobre el río Guadelete y sus verdes

quebradas mientras brillaba el oro
entre sus labios y el pelo negro
amarrado por una cinta entre

sus canas, la lechucita africana
de largas cejas y la pequeña
blanca y suave y todo el séquito

adorable por detrás... el primer
buhonero que vi en mi vida, él
y su mujer, unos cincuenta años y

los búhos que viven ochenta, dijo
a Rosario que los tenía en sus brazos
y no paraba de reír y yo

de sacarle fotos porque al buhonero
no le saqué, para llevarlo siempre
en mi corazón...





Linda, linda mía

¿Por dónde andará mi iguana linda
perdida en el pasto de las doce
del mediodía como un yacaré
pequeño y overo con sus manchas
en la pielcita verde que brilla de
tal manera bajo el sol de Zavalla?
Linda, linda mía, cómo me miraste
cuando nos encontramos por primera
vez junto a la puerta de mi casa o
en la mañana del domingo renovando la magia
y yo te llamo y vos te vas, si quiero
dejarte manzanitas en el camino
para que sean tu banquete y te quedes
para siempre acá, verdecita mía
esta es tu casa y te quiero tanto
que no sabés...!





El mazo

En el viejo café Cervantes sobre la plaza
la sombra luminosa de mi padre me acompaña

siempre he querido a este boliche sombrío
donde los parroquianos varones juegan al mazo
español o miran la televisión silenciosos
y me dan permiso, Dios mío, de fumar adentro!

aquí veníamos con el papá a tomar café
y a él, no le daba vergüenza traer a su hija mujer

la ruta al frente y la vieja estación de tren
con la plaza al lado, ya suben las voces de estos
machos y quisiera atrapar cada gesto o frase
que se repite desde mi infancia a mi vejez

ahora que ya se han olvidado de mi presencia
con las cartas en la mesa y uno lee el diario

dos toman cerveza o miran un documental
sobre Tailandia y el mozo del bar y yo
la octava pasajera con un noveno sentado
atrás que ahora entra al café de la plaza, el más

antiguo que conozco y siempre milagrosamente
abierto, hay un tipo ahora en el reservadito

tomando vino, y mujeres nunca, qué entretenida
la rutina de los varones que ahora comparto
con mi cuaderno de notas mientras el noveno
se acerca a jugar una básica y hablan de una víbora

no sé si será de Tailandia o de Zavalla
pero todo tiene un sabor de aventura antigua

que me dan ganas de reír y de llorar al mismo
tiempo y ahí entra el barbero y Barrera detrás
que se sienta en mi mesa mientras recuerda,
octogenario ya, al Chevalier y a su mujer

Hilda, amiga de mi mamá, encantador este
Barrera, y otro, al que le reconozco la cara

aunque no sé cómo se llama y me dice "acá
se sentaba siempre tu papá, en esta silla,
frente a vos", lo recuerdo, sí, mirando hacia la plaza...
ustedes me trajeron, ¿verdad viejitos? y el dueño

del bar que me ofrece ahora una copita que no
me dejará pagar, tan grande y hondo, no sé





Diana Bellessi
Fuerte como la muerte es el amor
Adriana Hidalgo, 2018.