martes, febrero 21, 2023

Cuatro poemas de Patricia Gola


se hunde el remo
en aguas apacibles
vuela la grulla
en un cielo combado
sola en el lago sereno
de la vida mía







un lapacho
un lapacho
un lapacho
y una hondonada
una hondonada
una hondonada
y un río
detrás del lapacho
de la hondonada
         del camino
un camino recorrido en días de infancia
un lapacho
               un tronco oscuro
un río al fondo
         y una isla al fondo de ese río
y un camino desandado
una bajada
     una bajada
               al final del camino








tengo una planta
que florea en la primavera

pero no sé muy bien
cómo cuidarla

busca la luz
el aire frío la tierra húmeda

pero no sé muy bien
cómo cuidarla

sus hojas púrpuras
se abren
como pañuelos
con la insistente luz de la mañana

pero no sé muy bien
cómo cuidarla

tengo una oxalis regnellii atropurpurea
         sus bulbos tiernos
                         duermen tres
                         cuatro semanas

pero no sé muy bien
   cómo cuidarla







lo gutural en ti
alud
lo oscuro
lo pantano en ti
lo remoto
ese hervidero
de renacuajos
un deslizarse de víboras
bajo la tierra trémula
esa lengua
viperina en ti
dúctil
esa lengua que escarbo en mí
a través tuyo
escarabajo
de otras edades
esporas
de otras eras geológicas
yo habité la tierra
entre marasmos
y glaciares
vi nacer montañas
islas
cometas
en un deambular
por parajes vacíos
y por fuegos
unos a punto de extinción
otros volcanes
derramando en mí sus lavas
saliéndose de madre
y volviendo a su cauce
como la carne de un río

hablé lenguas
y me acerqué a otros cuerpos
geografías
humus llagas de la tierra
cicatrices

oh danza feliz
tamborileos
encuentros súbitos
fugaces
en que fui rodeada y rodeé
asediada y asedié
fagocitada y fagocité
y vuelta al fango
a la mezcla
la argamasa
masa madre
y habiendo accedido al uno
volví acaso a la dura división







Patricia Gola
secreta matriz
Alción, 2021

martes, febrero 14, 2023

Cuatro poemas de Fabio Morábito


¿Qué importa más: un diente o un poema?
¿Es peor perder un buen poema o perder un diente?
¿Aceptarías perder un diente
por cada buen poema que escribes?
¿Llevarías tan lejos tu amor por los poemas?
Imagina el estado de tu boca,
engullendo sin sabor, casi sin masticar,
la comida,
y no poder besar ni reír.
Pero es más deprimente que escribas
como un desdentado,
con versos que no muerden.
Como los dientes, que trabajan en común
pero duelen solos,
que no haya una palabra de tus versos
que no sepa a lo que escribas,
ni un verso que, escogido a ciegas,
no venga apalabrado.






Cansados de mi padre y de su amigo,
hartos de verlos jugar tenis,
fuimos a ver qué había
atrás de la barrera de los árboles.
Mi hermano al frente y yo siguiéndolo.
Nos deslumbró el rectángulo de césped
de la cancha
en medio del verano más tedioso.
Lejos del mar y los amigos,
ese milagro, ¡ese partido
de rojos y azules, ya empezado!
¿Hay más colores además del rojo,
del azul y el verde?
No he vuelto a ver un juego
de futbol así,
sentado en la tribuna con mi hermano.
¿A quién le vas?, me dijo.
¿Y tú?, le dije.
A los azules, dijo, ¿y tú?
A los azules, dije.
Qué novedad, me dijo.
Él siempre al frente y yo siguiéndolo.
No he vuelto a ver más rojos
contra azules,
no he vuelto a ver el rojo y el azul
como esa tarde sobre el césped,
no he vuelto a ver ningún color
junto a mi hermano.






Tronco,
tú supiste desoír
mientras crecías
el llamado de las hojas,
que sólo necesitan una rama
para salir a lucirse.

Cuánto depende
de tu viaje de madera
en busca de un verde soñado,
sin saber si las hojas
se iban a abrir allá,
donde querías llegar.

Cuánto depende a veces
de saber taparse los oídos
y seguir de largo, como tú,
desoyendo las salidas a la mano.

Por ti la sombra fue posible
y con la sombra
pudimos avanzar
siguiendo a nuestros guías, los árboles.






Qué días aquellos
del Teatro del Absurdo,
leyendo a Adamov, Ionesco y Beckett,
sin escribir un solo verso y sin amigos,
excepto la Cantante calva
y el Rey se muere,
más solo que Estragón y Vladimir,
yendo a Cholula, a Pátzcuaro, a Janitzio,
los viajes en camión de madrugada,
mis idas para conocer el tedio y conocerme,
a un paso de volverme absurdo yo también,
qué poco conocí de todo,
pero qué gusto de estar solo
con Adamov, Ionesco y Beckett,
cuando podía leer en cualquier sitio,
casi dormir en cualquier prado,
con mi sombrío estuche de guitarra a cuestas,
mi novia muda de madera de Paracho,
y aquellas pobres mieles de provincia
--alguna sosa artesanía purépecha,
una cajita de dulces poblanos--
que le traía a la mamma,
que nunca conoció Tlaxcala.
No volverán los días
en busca de una estatua, de un portal, de un labio,
ni tú, Teatro del Absurdo,
que habría tenido que llamarse Teatro de la Espera,
espera de Godot o Dulcinea,
porque sus inventores fueron Don Quijote y Sancho,
nunca volví a reírme como entonces,
la risa junto con la rabia
y del enfado otra vez la risa,
nunca mejor poesía que muchos versos,
que mucha gente y muchos besos,
cuando podía leer en cualquier sitio,
casi dormir en cualquier prado.






Fabio Morábito
A cada cual su cielo
Era, 2022

martes, febrero 07, 2023

Cinco poemas de Raciel Quirino


¿Qué extrañas de esta vida?

El pitufo de felpa
que me amenazaba
con un cuchillo
por las noches.

Los mensajes ocultos
en los LP
reproducidos
en sentido contrario.

Los tatuajes que se pegan
con saliva
y tienen droga.

La bola ocho
que decía nuestro futuro.

Tu padre en silencio,
sin moverse ni pronunciar
palabra durante horas,
como un abducido.





¿Qué fue lo último que viste en vida?

Inscripciones en meteoritos.

Ataúdes de pequeños seres
venidos de otro mundo
en los roquedales de Edimburgo.

Copos de nieve
grandes como platos de café
en Nashville el 24 de enero
de 1851.

Lluvia de ranas en Birmingham
el 30 de junio de 1724.

Un iceberg volante
que cayó en pedazos sobre Ruán
el 5 de julio de 1872.

Carracas de viajeros celestes
a 8000 metros
en el cielo de Palermo
el 30 de octubre de 1919.





¿Hay vida en otros planetas?

En el desierto de San Luis Potosí, los ancianos hablaron de luces que vuelan ordenadamente sobre las faldas de la Sierra de Catorce, por donde comenzaba a brotar el híkuri. Una viejita hacía el desayuno mientras nos enterraba en la mente bolas de fuego que giraban sobre las gobernadoras y el polvo aplanado en la oscuridad del cielo. No supe si en verdad era una nave aquella luz que pasó girando mientras guardaba silencio frente a la fogata después de comer peyote. Lo cierto es que cazamos botones rojos de cactus para comer la mañana siguiente y nos adelantamos costeando las sombras que se desprendían de las montañas, ansiosos de percibir el cielo en el polvo levantado por el paso violento de la Bestia junto a la carretera.





¿Se encuentran bien mis seres queridos?

Mi padre me llevaba
al museo de historia natural
para ver el esqueleto
del diplodocus carnegii

(estaban los osos polares
y los tigres disecados,
una gran sala
vacía y oscura).

En esa época
quería desenterrar cráneos
en planicies resplandecientes,

pensaba en espinazos enormes,
en la soledad
bajo el impacto
de un meteorito
con más energía
que cien millones
de bombas atómicas.





¿Estoy con la persona correcta?

Soy un turista con árboles amarillos
y escarabajos gigantes en la memoria.
Un requinto con cabeza de pato.
Un perro de agua muy solo,
negro y brillante, en medio del pueblo.
Nunca aprendí a tocar la jarana
ni la quijada de burro.
Nunca hablarán de mí los ancianos
que beben cuando anochece.
Pero te escribiré sobre la vez
que me arrojé al río
para demostrarte que sabía nadar,
porque estabas sentada en la orilla
y me mirabas.





Raciel Quirino
Ouija
La Máquina Infernal/El Astillero Libros, 2019