domingo, mayo 07, 2017

Dos poemas de Reina María Rodríguez


La feria de los cerdos

En medio de una laguna lechosa (y roja)
el puerco está esperando su final.
Juega con su hocico de puerco entre la espuma
y con sus patas traseras
que apenas pueden levantarlo
cava hoyitos de fango hacia el fondo.
Cae el agua sobre la carne que mañana será
digerida por ti, por nosotros.
(Él no lo sabe, tampoco lo presiente).
Como un niño en medio del oleaje matinal
nos espía sin malicia.
Tengo miedo de regresar y verlo allí
colgado del alambre (puerco-pájaro).
Entonces, suspiro.
Como el animal sin redención
llegaremos al abismo de la laguna humana
frente al granero.
Llegaremos al día en que desnudos nos complicaremos
como él, sin más presente
que ese hueco en el fango
(porque el pasado será toda nuestra posesión).
Nos bañaremos también en presencia de forasteros
que se reirán de nuestras imperfecciones
bajo aguas que destilan
sueños de animal que va a morir.

Burlémonos ahora.
El indefenso espera el hacha que
partirá su espinazo mañana.
Nuestra arma de ver ha sido alzada (asegurada)
y nadie la detendrá tampoco.
Imagen del puerco hundiéndose poco a poco en el lodo
soñando ser otro animal
más aceptado y doméstico
que al final, nos comeremos también.
El agua rojiza hace pagar su confianza con nuestra traición.
Chapotea, intenta convertirse en otra cosa,
fugarse por la fosa que un declive ocasional subsiona.
Identidades, permanencias.
¿Qué diferencia hallo entre ese animal y yo?
Nos contemplamos mutuamente.

El agua de la laguna falsa simula un hueco
donde se hunde el cochinito de Navidad de la repisa
y el deseo de que probaremos con su muerte,
algún manjar prohibido.





Ted lija una mesa

Intenta existir mientras Ted lija
la mesa de cuadrado perfecto
cedro negro.
La desesperación.
Intenta inventarte un cuento
para esta noche
y acurrúcate en él.
Las manos peladas de tanto lijar
esa nueva luna que no caerá sobre la mesa
ni sobre el teclado, después.
¡Qué importa que resplandezca o no,
a través de la ventana del portafolio infantil
y el viento vuelva a sacudir sus misterios, ¿nevados?!
Ted lijará pacientemente, el pavimento, el poema.
Restañará sus curvas
en tanto esa madera hostil se calcina cada día
en las virutas.

He vivido casi medio siglo con ustedes
(allí, quietecita).
Los he visto tomar el trillo una, y otra vez,
llegar cansados de sobrevivir entre las moras.
Los observo en la caricia con ese ojo feo de mentir
y siento envidia, sí.
He dormido en la misma cama.
Una cama imagino de madera clara y detrás,
aquella cortina que desplaza las nubes
al desvelo: puro satén.

Regreso de tomar otra pastilla del baño
y de rociar uno a uno,
los frijoles desperdigados por la taza
o calentar el trigo verde inflado
por el peso de los años de vana pasión.
Los vigilo.
Sentada (en cuclillas) orinas muy despacio
contra el esmalte que trae la criatura
esperada, inesperada, pero que viene.
¡Que llega al fin!

No es invierno ni llueve en Devon.
Tampoco habrá palomas en el alféizar.
"¡Con este frío!" -murmuras, calentándome.
Luego, habrá cólicos de jugos de moras
o de frutas tropicales importadas.
Todo lo habitual de un matrimonio común.
Cuando miro hacia atrás,
los veo desvestirse, sudar, ir y venir
de una quehacer a otro, "una patraña" -digo.
Dar la vuelta juntos
alrededor de una imposibilidad.

Miro tu camisa Yves Saint-Laurent
del lado opuesto, la mesa.
Decir correctamente su nombre tiene precio, un sentido.
La correlación de una marca segura contra las prendas baratas o
innombrables que doy.
Buscar una guarida, otra fórmula de resistencia
(en tu cuello, en la cornisa gris, sobre tal marca: la sal).
La emoción de otra mujer que pagó cara, la confianza.

Pero las marcas varían
y como la luna, al cambiar su ruta
declinan este cobrar tan caro
la insatisfacción, la distancia.
Tal vez, ustedes admiran
esta magia que tengo de grabar sensaciones
como un fantasma
(cuando pongo mi astucia sobre el borde del cuello
y la tela sueña, otra costra).
"Viajar por las camisas de otros hombres cosidas con cal,
-dice la intrusa- aventurarse..."
El doblez de un cuello trae su regalo,
y más tarde, un olor o desafío en el corte.
(Aunque esta Navidad, supongo, no será para mí).

Él se quita la camisa -imagino.
No necesita prendas para saber
que lo espero a las dos de la madrugada
por el filo irresistible en la madera.
Por esos ganchos (pérfidos) de la pared,
la sangre helada, que repite la historia depuesta,
por los que no tienen nada que contar.
Y entonces, escribo tu nombre
sobre la mesa rebanada por él,
con su olor pegado a la nariz,
(untada en mantequilla, como antaño)
apoyada en la baranda del Elizabeth
-su barco preferido-
viajando, viajando siempre
y alejándose de mí (de él) pero sobre todo
de ustedes.
Sobre el lado oculto de la mesa lijada ha quedado
esa marea alta de las prohibiciones que nos hicieron
ayer.
La palabra que no podré enmarcar
en una etiqueta corriente
todavía.





Reina María Rodríguez
Una cuba: cinco voces
Tsé Tsé, 2005.

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