miércoles, abril 17, 2024

Dos poemas de Roberto Cruz Arzabal

La inminencia de un dios

No pintes el cuerpo,
pinta lo que el cuerpo mueve,
la mano del hombre que sostiene un mundo,
una rama a sus espaldas,
un brote de naturaleza muerta, un bodegón sonoro.

No pintes el cuerpo,
pinta su respiración,
su alveolo comprimido,
pinta la fuerza del aire en la burbuja,
lo que se ve también se oye
el choque del aire
contra el aire
ritual
     molecular.

Lo molar es otra cosa (un cuerpo ajeno).

No pintes las manos
ni la ropa desgarrada, burbuja de interior,
traza la nervadura,
traza la cauda del jabón, su golpe circular.

La inminencia de un dios en su quietud.

[Jean-Siméon Chardin, Les Bulles de savon]





Piensa Don Draper mientras lee a Frank O'Hara

a Irene Artigas

No soy nunca lo que pienso, lo que escribo
o lo que firmo, soy, acaso,
y si se me permite,
un instante en el recuento.

–No hace falta un verbo
que exista o que frecuente
para inventar o definir lo que hago,
como no existe nombre para lo que me hace;
no existe, ni debiera, ni siquiera si se piensa,
un verbo acertado para ser en la palabra
invención, o claustrofobia en un vaso de tormenta.–

Una nube me rodea, un vaso en posavasos y las cosas
que caen bajo su propio peso
–llamarse como amantes en un vaso–
y siguen cayendo entre el sonido de los hielos

sí, siempre, una vuelta
de tuerca a la nostalgia,
sí, siempre,
un motivo que revuelva, sí,
siempre, una idea que firma
y me construye, sí,
siempre,

siempre en disminución, no tan graciosos,
no sólo más oscuros, no solamente grises,
el cielo es un whisky entre las piedras
o una estación entre las ruinas.

Nunca soy lo que pienso, lo que escribo o lo que vendo,
soy, acaso, una anunciación, un milagro de la espera,
puedo ser, también, a veces, una firma, que te piensa

ecce homo el patriarcado
que rueda por las escaleras
o que flota en la piscina
al iniciar la proyección
–cuánto melodrama en nuestras vidas–

a veces, lo sé, soy yo mismo entre la lluvia.
A veces soy un alto río que
se mira en un espejo irregular.

El campo es gris
y también café y blanco por sus árboles,
pero el buzón es rojo e infinito
y traga en su panza de metal

–¿he dicho panza,
existe algo
más vulgar que los nombres de las cosas?–

el deseo de una generación perdida entre la guerra
y la opulencia. El crecimiento
no fue tal sino la pátina
en el anuncio espectacular
de nuestras vidas
–orgasmos fingidos para creer en ellos–.

Nunca soy lo que pienso, lo que amo o lo que vendo,
soy, acaso, un nombre robado en el vagón del tren,
soy, también, 
una creación circunstancial,
un aparato para volver al lugar en que no fuimos
amados, ni seremos nunca lo que somos:
el mundo no se detiene en nuestra ausencia
(no hay que tomarlo personal)

–la guerra nos circunda y circuncida,
la guerra es más hermosa que la Victoria de Samotracia
es más hermosa incluso que una campaña
de guerra
o de publicidad–

espero
que el drama de mi personalidad
luzca de nuevo hermoso,
interesante y, además, moderno,
que sea mi madre en un burdel
con tipografía clásica, moderna o modernista
y un deseo de diseño;

espero que mi nombre lo sea todo
porque yo no soy sino mi nombre
robado a un extranjero

y un vaso de licor en medio de las náuseas matutinas;
si lo pienso bien, en medio de la nieve que no llega
o a la mitad de la caída, quizá
no soy un nombre

sino una colección de escapatorias,
una mujer rubia que espera en casa
a que descienda un ángel,
o una letra al final de la escritura
a tinta y pulso firme
–también mi padre, un hombre que escribía con mayúsculas–
o un modo del mercurio, una hora pegajosa
o un nombre en la memoria:
quizá pueda ser yo de nueva cuenta.

[Mad Men T02E01, "For Those Who Think Young"]





Roberto Cruz Arrabal
Hasta que el musgo
Universidad Veracruzana, 2023

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