Locuras de amor
Mas no se priva de los frutos de Venus el que evita el amor, antes elige los placeres que están libres de pena. Pues no hay duda que el goce es más puro para el sano que para el aquejado de pasión. En el momento mismo de la posesión el ardor de los amantes fluctúa incierto y sin rumbo, dudando si gozar primero con las manos o los ojos. Apretujan el objeto de su deseo, infligen dolor a su cuerpo, a veces imprimen los dientes contra los labios amados y los lastiman a fuerza de besos; porque no es puro su placer y un secreto aguijón les instiga a hacer sufrir aquello mismo, sea lo que fuere, de donde surgen estos gérmenes de furor. Pero en el acto amoroso, Venus suspende suavemente el tormento, y la blandura del goce que con él se mezcla refrena los mordiscos. Pues hay la esperanza de que el cuerpo que encendió el fuego de la pasión sea también capaz de extinguir su llama. Pero la Naturaleza protesta, objetando que ocurre todo lo contrario; y éste es el solo caso en que, cuanto más tenemos, más se enciende el corazón en deseo furioso. Pues comida y bebida son absorbidos dentro del cuerpo, y como pueden ocupar en él lugares fijos, se hace fácil saciar el deseo de agua y pan. Pero de la cara de un hombre y una bella tez nada penetra en nosotros que podamos gozar, fuera de tenues imágenes, que la mísera esperanza trata a menudo de arrebatar del aire.
Como un sediento que, en sueños, anhela beber y no encuentra agua para apagar el ardor de su cuerpo; corre tras los simulacros de fuentes y en vano se afana y sufre sed en mitad del turbulento río en el que intenta beber; así en el amor Venus engaña con imágenes a los amantes; ni sus manos pueden arrancar nada de los tiernos miembros, que recorren inciertos en errabundas caricias. Finalmente, cuando, enlazados los miembros, gozan de la flor de la edad y el cuerpo presiente el placer que se acerca y Venus se aplica a sembrar el campo de la mujer, entonces se aprietan con avidez, unen las bocas, el uno respira el aliento del otro, los dientes contra sus labios; todo en vano, pues nada pueden arrancar de allí, ni penetrar en el cuerpo y fundirlo con el suyo; pues esto dirías que pretenden hacer, y que tal es su porfía. Con tal pasióm están presos en los lazos de Venus, mientras se disuelven sus miembros por la violencia del goce.
Por fin, cuando el deseo concentrado en los nervios ha encontrado salida, hácese una breve pausa en su violenta pasión. Vuelve luego la misma locura y el mismo frenesí, y porfían en conseguir el objeto de sus ansias, sin poder descubrir artificio que venza su mal; así, en profundo desconcierto, sucumben a su llaga secreta.
Por qué no se desborda el mar
En primer lugar, la gente se admira de que la Naturaleza no deje crecer el mar, siendo tal la afluencia de aguas y yendo los ríos a desembocar en él desde todas las partes. Añade a eso las lluvias errantes y las rápidas tormentas que salpican y riegan todos los mares y tierras; añade sus fuentes propias. Sin embargo, comparados a la masa del mar, el conjunto de tales aportaciones apenas si equivale a una gota de agua; no es, pues, tan extraño que el mar, siendo tan grande, no crezca.
Por otra parte, el sol, con su calor, le sustrae una gran parte de agua. Vemos, en efecto, que sus rayos ardientes secan las ropas impregnadas de humedad. Y vemos también que hay muchos mares extendidos bajo el sol; por tanto, aunque éste sólo libe una partícula de agua en cada punto del mar, en una tamaña extensión, será mucho lo que sacará de las olas.
Después, también los vientos que barren el mar pueden llevarse una gran cantidad de su líquido, pues vemos a menudo que en una noche los vientos secan los caminos y endurecen en costras el blando barro.
He enseñado, además, que las nubes se llevan una gran cantidad de agua, tomada a las vastas llanuras del mar, que esparcen luego por todo el orbe de las tierras, cuando llueve en las tierras y los vientos empujan las nubes.
En fin, puesto que la tierra es de cuerpo poroso y está en contacto con el mar, al que ciñe por todos los lados, del mismo modo que las aguas terrestres afluyen al mar, deben también fluir hacia las tierras desde la extensión salada, pues se filtran y dejan su amargor; después la masa líquida, volviendo sobre sus pasos, confluye toda hacia las fuentes de los ríos, y de allí se derrama por el suelo en dulce fluir y las olas descienden por el camino que una vez se abrieron con su límpido curso.
El fin del mundo
Mas, para no seguir demorándote con promesas, considera, en primer lugar, los mares, las tierras y el cielo; son tres materias, tres cuerpos, Memmio, tres formas completamente distintas y tres texturas; pues bien, un solo día las hará perecer, y esta mole y fábrica del mundo se derrumbará después de estar en pie tantos años. Y no se me oculta cuán nueva y sorprendente es la idea de que hayan de perecer la tierra y el cielo, y cuán difícil me será convencerte con mis palabras; como sucede siempre que haces oír a los hombres cosas hasta entonces no oídas, sin que puedas exponerlas ante los ojos ni situarlas al alcance de la mano; pues ésta es la vía más recta y segura para llevar la confianza hasta el corazón de los hombres y los recintos de su mente. Hablaré, sin embargo. Quizá la realidad misma dará fe de mis dichos, y tú mismo verás cómo espantosos terremotos hacen en un momento caer el mundo en ruinas; lo cual desvíe lejos de nosotros la fortuna que todo lo rige, y sea la razón, y no los hechos, lo que te convenza de que el universo puede derrumbarse, vencido, con horrísono fragor.
Lucrecio
De rerum natura. De la naturaleza
Traducción: Eduard Valentí Fiol
Acantilado, 2012
El fin del mundo
Mas, para no seguir demorándote con promesas, considera, en primer lugar, los mares, las tierras y el cielo; son tres materias, tres cuerpos, Memmio, tres formas completamente distintas y tres texturas; pues bien, un solo día las hará perecer, y esta mole y fábrica del mundo se derrumbará después de estar en pie tantos años. Y no se me oculta cuán nueva y sorprendente es la idea de que hayan de perecer la tierra y el cielo, y cuán difícil me será convencerte con mis palabras; como sucede siempre que haces oír a los hombres cosas hasta entonces no oídas, sin que puedas exponerlas ante los ojos ni situarlas al alcance de la mano; pues ésta es la vía más recta y segura para llevar la confianza hasta el corazón de los hombres y los recintos de su mente. Hablaré, sin embargo. Quizá la realidad misma dará fe de mis dichos, y tú mismo verás cómo espantosos terremotos hacen en un momento caer el mundo en ruinas; lo cual desvíe lejos de nosotros la fortuna que todo lo rige, y sea la razón, y no los hechos, lo que te convenza de que el universo puede derrumbarse, vencido, con horrísono fragor.
Lucrecio
De rerum natura. De la naturaleza
Traducción: Eduard Valentí Fiol
Acantilado, 2012
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