viernes, enero 28, 2005

El sobrino de Wittgenstein (fragmento)

He odiado siempre los cafés vieneses y he entrado una y otra vez en esos cafés vieneses odiados por mí, los he visitado a diario, porque, aunque siempre he odiado los cafés vieneses, y precisamente porque los he odiado siempre, he sufrido siempre en Viena la enfermedad del habitual del café y he padecido esa enfermedad del habitual del café más que cualquier otra. Y, para ser sincero, todavía hoy padezco esa enfermedad del habitual del café, porque se ha descubierto que esa enfermedad del habitual del café es la más incurable de todas mis enfermedades. He odiado siempre los cafés vieneses porque, en ellos, me he visto enfrentado siempre con mis iguales, ésa es la verdad, y no quiero verme ininterrumpidamente enfrentado conmigo mismo, ni mucho menos en el café, al que voy al fin y al cabo para escapar de mí, pero precisamente allí me enfrento conmigo mismo y con mis iguales. No me soporto a mí mismo, por no hablar de soportar a toda una horda de mis iguales, meditando y escribiendo. Evito la literatura, siempre que puedo, porque me evito a mí mismo, siempre que puedo, y por eso tengo que prohibirme en Viena ir a los cafés o, por lo menos, tener siempre cuidado, cuando estoy en Viena, de no ir en ningún caso, sea el que sea, a lo que se llama un café literario vienés. Pero como padezco la enfermedad del habitual del café, me veo obligado a entrar una y otra vez en algún café de literatos, aun cuando todo lo que hay en mí se resista. Cuanto más y más profundamente he odiado los cafés de literatos vieneses, tanto más a menudo y de forma tanto más intensa he entrado en ellos. Ésa es la verdad. Quién sabe cuál hubiera sido mi evolución si no hubiera conocido a Paul Wittgenstein precisamente en el punto culminante de esa crisis, que sin él me hubiera precipitado de cabeza probablemente en el mundo de los literatos, o sea, en el más abominable de todos los mundos, en el mundo de los literatos vieneses y en su ciénaga intelectual, porque sin duda eso hubiera sido lo más sencillo entonces, en el punto culminante de esa crisis, hacerme comodón y abyecto y, por consiguiente, acomodaticio y, por consiguiente, renunciar y mezclarme con los literatos. Paul me libró de ello, porque había aborrecido siempre también los cafés de literatos. Con motivo, de la noche a la mañana y más o menos para salvarme, fui con él al Sacher y no a los llamados cafés de literatos, al Ambassador y no al Hawelka, etcétera, hasta que pude permitirme otra vez ir a los cafés de literatos, en el momento en que dejaron de producir en mí su efecto letal. Porque los cafés de literatos producen un efecto letal en el escritor, ésa es la verdad.


Thomas Bernhard
El sobrino de Wittgenstein
Anagrama, 1999.
Traducción: Miguel Sáenz

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