martes, abril 12, 2022

Siete prosas de Hugo Gola

Todo verdadero poema es una composición que contiene, preserva y transmite la energía que le dio origen, sin permitir que ésta se derrame, se destruya o se pierda. Mientras se lo escribe, el poema va evolucionando, desplegándose, con el fin de cumplir esa finalidad, incierta pero inevitable. Al desarrollarse el poema, configura su propia forma, una forma que no existía antes de la escritura sino que es engendrada por el juego de la mente, el lenguaje y el silencio.


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Wallace Stevens dice: "Un poema no precisa tener un significado y, como la mayoría de las formas de la Naturaleza, muchas veces carece de él".

Que el poema no tenga un significado preciso, o que no pueda reducirse a una significación conceptual, o que no pueda reducirse a una significación conceptual, no quiere decir que carezca de sentido. El poema transporta un peso, "un aura sensorial", una flexibilidad rítmica, sonora, capaz de producir en el lector un vivo placer. No hay que olvidar que la palabra en el poema tiene otro modo de comportarse, de respirar, de sugerir. En el poema la palabra es un material viviente, es porosa, grávida, subrepticia.


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Cada vez me atrae más la idea de la poesía como un "no decir". No la adhesión que suele producir la palabra que enumera, o cuenta, sino aquella revelación que la palabra aislada, cargada de silencio puede originar. La palabra sumida, hundida, inmóvil como un animal estático, que sólo por la respiración sabemos que está vivo. Una palabra que se niega a seguir la ruta prefijada de la comunicación para llevarnos a convivir con la oscuridad y el misterio. La palabra poética tiene ese rostro, que difiere radicalmente de cualquier otro. Los que más me entusiasman son aquellos poetas que tienden al silencio. Un simple garabato sobre la página blanca esboza un gesto, es una incisión reveladora, un trato zen, que todo lo sugiere o que todo lo expresa con el silencio.


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El poeta brasileño Décio Pignatari, al referirse al poema de Mallarmé L'après midi d'un fauna, señala que existen tres versiones del mismo. Las dos primeras, destinadas al teatro, fueron finalmente rechazadas, y la última, publicada en 1876, que es la versión definitiva del poema, se publicó en un tiraje de 200 ejemplares. Pero Décio señala un hecho que me interesa destacar: ante cada rechazo, dice, Mallarmé responde con una radicalización del poema. Podríamos deducir que opta siempre por el camino opuesto al que habría seguido alguien excesivamente atento al juicio de los otros. Se hace evidente que Mallarmé buscaba, más que la aprobación del lector, la perfección. Hay escritores que, ante el rechazo de la crítica o del público, optan por diluir sus textos con miras a obtener asentimiento. Mallarmé hizo lo contrario: lo radicalizó aún más. Ciertamente no perseguía la aprobación de los lectores. La consecuencia fue la previsible. Todavía diez años después de publicado el poema, en su versión definitiva, cuenta Décio, existían ejemplares de aquella edición inicial. Sin embargo, el poeta no se inmutó por esta indiferencia. Ante una pregunta que le formulara un lector, contestó: "Usted encontrará L'après midi en lo del editor León Vanier, que todavía conserva dos o tres ejemplares para los amigos desconocidos. Como usted pertenece a ellos, le indico ese escondrijo". Indiferente, como digo, al juicio del público, Mallarmé se concentró en su propia búsqueda, cada vez más compleja, y por lo tanto menos accesible, para ser fiel, en cambio, a "una conciencia definitiva de escritura".


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Hay poetas que escriben sobre poesía y, en lugar de aproximarnos a ella, nos alejan. Se refieren a la poesía como algo que nada tiene que ver con la propia experiencia, utilizando un lenguaje más cercano al de la crítica que al del poema. Pero hay otros que iluminan con sus textos y nunca nos alejan de la intimidad de la poesía. Son ejemplos de ello Valéry, Pavese, Williams, Wallace Stevens, Westphalen, Pound, Bayley, Creeley, Denise Levertov, etcétera. Sus reflexiones son tan imprescindibles como sus poemas.


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Lo difícil es aguardar pacientemente la llegada de ese momento que permita trabajar. Brancusi lo sabía muy bien: "Lo difícil no es trabajar. Lo difícil es lograr el estado que permita hacerlo". Y no es porque demande un esfuerzo desmesurado para alcanzarlo, sino porque nada se puede hacer, de manera consciente, para que ese momento llegue. Empeñar la voluntad para obtenerlo puede producir un efecto contrario al deseado y dificultar más aún su llegada. Quizá el abandono, el vacío, el olvido, la distracción hagan más por su aparición que cualquier intencionalidad dirigida.


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Por lo general, sobre todo los poetas líricos, no escriben libros de poemas. Escriben poemas. El libro es un producto posterior que resulta de reunir un grupo de poemas. Cuando el poeta siente el deseo de escribir, un intenso deseo de hacerlo, va al encuentro de las palabras, intenta capturarlas y someterlas a ese deseo, para construir con ellas un objeto verbal que transporte a la vez la carga afectiva, de donde el deseo proviene, y la objetividad que también se requiere en esa construcción con el lenguaje. Es decir, todos los elementos con los que se logra crear, a veces, una forma viviente. Por lo menos, ello sucede en el poema lírico. El libro, como digo, constituye una unidad posterior que agrega otro significado. Allí se articulan todos aquellos momentos particulares que dieron origen a los poemas. Sin éstos -sin la sucesión de poemas- no hay libro, y es posible, también, que la totalidad del libro sea algo diferente a la suma de los poemas que lo integran.




Hugo Gola
Prosas
Alción, 2007.

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