miércoles, mayo 14, 2014

Aubade


Trabajo todo el día y me embriago en la noche.
Despierto a las cuatro en la oscuridad sorda, miro.
Con el tiempo, las orillas de la cortina se iluminarán.
Hasta entonces, veo lo que en realidad ha estado allí siempre:
la muerte infatigable, cada día más cerca,
anulando todo pensamiento salvo cómo
y dónde y cuándo moriré.
La pregunta es difícil. Sin embargo, el temor
de agonizar, y a estar muerto,
destella otra vez para quedarse y horrorizar.

La mente se queda en blanco. No por el remordimiento:
el bien no realizado, el amor no ofrecido,
el tiempo desperdiciado; ni tampoco por la desdicha
porque una vida puede tardar tanto en enmendar
sus primeros pasos, y puede que nunca lo logre;
sino por el vacío total, eterno,
el inevitable final hacia el que vamos
y en el que nos perderemos para siempre. No estar aquí,
ni en otra parte,
nada más terrible, nada más cierto.

Esta es una manera peculiar de tener miedo
que ningún truco ahuyenta. La religión solía intentarlo,
ese vasto brocado de música apolillada,
inventada para hacernos creer que nunca morimos,
con el argumento engañoso de: ningún ser racional
puede temer algo que no sentirá, sin darse cuenta
que eso es lo que tememos: sin ver, en silencio,
sin tocar o degustar u oler, nada en qué pensar,
nada con qué amar o con qué vincularse,
la anestesia de la que nadie despierta.

Así, justo al filo de la mirada, permanece, como una pequeña
mancha desenfocada, un persistente escalofrío
que adormece cada impulso hasta la incertidumbre.
La mayoría de las cosas nunca sucederán, esta sí,
y darse cuenta de ello aviva
el temor cuando nos encuentra sin gente
o sin tragos. Ser valiente no sirve,
no significa asustar a otros. Tener agallas
no ha salvado a nadie de la tumba.
La muerte no es distinta si se le llora o se le enfrenta.

Lentamente amanece, el cuarto toma forma.
Está ahí como un ropero: lo que sabemos,
lo hemos sabido siempre, sabemos que
no podemos escapar de ella, ni tampoco
aceptarla. Un día tendremos que decidirnos.
Mientras tanto los teléfonos se agazapan,
listos para sonar en oficinas cerradas y todo el indiferente,
intrincado y provisional mundo empieza a levantarse.
El cielo es blanco como la arcilla, sin sol.
El trabajo debe hacerse.
Los carteros como los médicos van de casa en casa.



Philip Larkin
Aubade
Traducción: Argel Corpus y Evelio Rojas
Ditoria Hormiga, 2013.

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