martes, junio 07, 2022

Tres poemas de Valeria Meiller

También los hombres están pastando

La historia se mina de caballos:
son los hombres, van hacia el campo
con las manos enterradas en las crines
negras de sus yeguas. Los niños
desde el cerco seguro
de los alambrados los ven ir
se preguntan qué les dan
los caballos que ellos no pueden darles.
Crecen de golpe los niños sin saber
que los hombres galopan rápido por el apuro
de morirse antes que todos los demás,
que sólo el campo y su distancia
logran separarlos de la carga doméstica
rescatarlos por un instante
de la familia con su peso manso,
de la tragedia de su civilidad.





Caballos de caza

Acechan el monte sobre tres
caballos con sus rifles
—el terror del bosque los sobrevuela
con los pájaros y sus plumas.
Todavía no están
seguros de querer poseer nada
son aún nómadas o extraños
al mundo de las posesiones.
Los ciervos cruzan el monte
y los persiguen como si hubieran
caído del cielo, con una voluntad
religiosa: los ciervos
en el monte simplemente van
como algo suave que se dobla
una articulación, una rodilla
el codo de alguno de sus cuerpos.
Los niños cazan sin saber
que son capaces de abrir una herida
que los acecha a ellos también
el peligro constante de las armas.
Cazan hasta que la cara del menor
desaparece púrpura
tras el velo de un accidente:
su ojo estallando por la pólvora
de una bala que atravesaba el monte
es ahora evidencia de la proximidad
de toda captura con la muerte.





En este poema no hay caballos

Perché bramo Dio?
Giuseppe Ungaretti

En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos,
dejaron que partieran
hacia el negro de la noche —que después
sería mañana, mediodía.
Corrieron desbocados. Alguien dijo:
'La vi. Era mi yegua zaina
iba más oscura que la noche, más oscura
que las pinturas negras. No se parecía a nada,
ni siquiera al horror de Saturno
devorando a su propio hijo.
Una mitología diferente
la animaba: una resonancia
siniestra, planetaria.'
Hasta que en un momento,
la distancia del paisaje
a pesar de la llanura asfixiante de la pampa
cedió para que en su galope
los animales desaparecieran.
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos,
dejaron que partieran
hacia la noche —hasta llegar
a un río o a una fosa, donde bebieron y bebieron
agua negra. Una mujer los vio
pasar casi de madrugada contó que iban
más oscuros que la tormenta dejando un surco
por la mitad del campo.
'Araban como una espada,
destruyendo lo mejor de la tierra
—como un buque de guerra,
iban hacia la muerte,
derechos, con un silencio
de tumba, con el terror de los monasterios.'
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos, dejaron que partieran
lavados por una luna ausente
en la oscuridad de la hora anterior
al alba, por el aire de un mundo
fundido en escarcha. Ni un solo pájaro
cantó, los coronó el silencio
negro de la noche.
Mi padre preguntó si allí podía
ocultarse algo, alguien,
mucho menos la muerte:
'¿Dónde guarda la pampa interminable
la tumba de mi hijo?' Ni un solo relincho.
El campo siguió drenando
su cerrazón sobre las cosas.
Ningún páramo, ningún valle.
Sólo la tropilla ennegrecida
bebiendo y bebiendo agua negra.
En este poema no hay caballos.
Una noche abrieron los establos, dejaron que partieran
hacia el negro de la noche —mi padre los vio
en un sueño años después: 'Volvían', dijo.
Eso fue todo y era tal la calma
que nos oíamos respirar y sentíamos miedo.
Después, pensamos en mi hermano
que duerme en la tierra acurrucado
por el sufrimiento de los otros
y nosotros también nos perdimos por su pozo
—vimos de nuevo partir a los caballos.
Nos pusimos de rodillas y junto al río
bebimos como un animal
nos volvimos sombríos
al entusiasmo de la vida.
Nos detuvimos frente a la muerte y recordamos
otra vez que los caballos partieron,
que sus cabezas
apuntaban hacia la eternidad.





Valeria Meiller
El libro de los caballitos
Caleta Olivia, 2020.

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