jueves, marzo 28, 2013

El joven parco

Doch Abraxas bring' ich selten!
Hier soll meist das Fratzenhafte,
Das ein düstrer Wahnsinn schaffte,
Für das Allerhöchste gelten.


Aficionado al infierno de Dante, sucumbí hace tiempo a un ofrecimiento de José Emilio Pacheco: "un descenso a las cloacas del hampa infraliteraria" (Proceso, núm. 760). El guía era poco prometedor, ciertamente, pero nunca acaba uno de escarmentar.

El recorrido resultó algo largo y aún más tedioso. Se lo aseguro a Pacheco: ni por un instante pongo en duda que jamás le haya pedido a nadie que escriba sobre él. Asimismo --aunque sólo fuese por simplificar las cosas--, estoy dispuesto a aceptar que son exactos los demás datos de impresionante precisión que aporta en contra de dos o tres afirmaciones de José de la Colina. Pues bien, con todo ello, debo decirle a Pacheco que sus "cloacas del hampa infraliteraria" no pasaron de ser una gansada.

Pienso que, a fuerza de afanarse para desempeñar el estrafalario (y provechoso) papel que ha asumido, Pacheco perdió, hace mucho y entre otras cosas, el sentido de las proporciones. No en balde viene habitando, por años y décadas ya, un mundillo donde a los horrores innumerables de la realidad, conocidos de oídas, se suma una retórica tan sin... inhibiciones que se convierte --volveremos al asunto-- en una especie de picaresca nueva.

Cubierto por su cascarón fabricado con una listeza que nadie discute, Pacheco no está acostumbrado a ser puesto en tela de juicio. Chorreando modestia, rechaza copiosamente entrevistas, ayuna, se da golpes de pecho en singular y en plural, etc. Es de sobra sabido. Ahora bien, aunque el disfraz de víctima resulta de rigor para su imagen, sin embargo el ser tratado mal --aun en ínfima escala-- es algo que lo desconcierta, lo aloca, y ¿qué pasa? Pues que el pobrecillo --no el pobrecillo que él cultiva sino el que de veras es-- finge horrorizarse, finge hacer un esfuerzo sobrehumano --esas disculpas tan suyas--, finge como lo finge todo desde larguísimo tiempo atrás. Los espectadores, patidifusos, poco a poco van dejándose impresionar menos.

Lo que aquí escribo son exabruptos de verdulera, ya se está viendo. La razón es clara: el testimonio de la verdulera es indispensable para caracterizar de una buena vez a cierta beata negruzca que se escurre mañana y tarde frente al puesto de legumbres, con un misal henchido de paráfrasis del reverendo Cardenal y de engendros titulados "Viendo llover en Ravena después de saber que Mella usaba suspensorio". Esta grosería es asimismo conveniente a fin de que desciendan las águilas vengadoras de la izquierda, con las monsergas sabidas de sobra. Me acusarán de erigirme en juez y negar dictatorialmente derechos, cuando sólo empiezo a llamar las cosas por sus nombres. Dirán que no consigo dialectificacionalizar mi teoremática --y en efecto, ni lo intento. Hablarán mucho, mucho de odios y envidias donde no hay sino asco y más asco. Superarán al señor Taiboi, cuando denominó "placer de matar" a la elemental repulsión de quienes estamos hartos de que el boletín informativo de una especie de funeraria cursilona pase por alta literatura. En fin, ¡que los enjambres del Bien me acosen sin cuartel! Sé que son buenos chicos en el fondo, como yo. Sé también que quien con rojuelos se mete...

¿Qué me ha hecho José Emilio Pacheco? Dos cosas. La primera, lo que le hace a todo el mundo: agraviarlo con su enfermiza fascinación ante la sangre, la muerte y el horror. Pacheco simula no comprender que sus contorsiones y demagogia estomagante pueden constituir, muy directamente, ofensas e insultos, y hasta calumnias, para quienes (midiendo nuestras palabras) lo llamamos a él fariseo, confiando en que los lectores aportarán sabrosos adjetivos.

Es verdad que sólo algunas veces me asomo a su "Inventario": cuando corre por nuestras cloacas el rumor de que nuestro Prócer acaba de poner otro huevo cúbico, o cuando raramente hojeo Proceso. En tales casos, además, casi nunca acabo ninguna de esas aportaciones a la cultura; siempre encuentro refritos de obras gringas, hechos por un pasmarote.

Pero declaré que dos cosas me dolían. Diré todo. Estoy muy enojado con Pacheco porque... me ningunea. Me ninguneó gachamente en su monografía de Proceso sobre la injuria, la calumnia y la impunidá. No que esperara yo ser mencionado por mi nombre, pero, carajo... ¡siquiera algún aprecio a mi arrojo! Releamos al maestro: "Nunca en la historia del periodismo mexicano... ninguna publicación ha dedicado tres notas al intento de demoler a un libro y a su autor." Creámoslo, pues Pacheco es rico en esos tesoros de información (cuántas hemorroides padecía Juan de Dios Peza, cuántas reseñas suscitó la Oda secular guadalupana). Pacheco está repasando ataques de la cloaca infraliteraria, pero calla que desde allí, desde el semanario de Novedades, y con riesgo de mi vida, por supuesto, yo defendí a José Emilio Pacheco, pese a que, como se ve, lo aprecio poco. Es que me nació del alma: ¡dos gorilazos aporreando a un pacífico mico de noche! (Cyclopes; a Potos yo lo llamo "martucha"). Me cegó la justicia y escribí unos renglones, no por breves menos vehementes, defendiendo a Oacheco contra, cuando menos, un infundio. Al vil ataque doble del 13 de agosto del 89 siguió, el 27, mi defensa, y el Maestro, gracias a su erudición antes mencionada, lo sabe. Ni un guiño de simpatía. Mejor disolver mi despecho en un poco de historia.

En 1974 llegué a la conclusión de que consagrar, por ejemplo, una página entera a imprimir: "Aunque renazca el sol/ los días no vuelven" sólo podía significar una tomadura de pelo o una ofuscación completa del sentido del ridículo. Durante un decenio opté por lo natural, o sea olvidar la existencia de aquello. A mediados de los ochenta me cayó entre manos un librito de Pacheco que me limité a hojear --única cosa que desde entonces he logrado hacer con otros tres o cuatro suyos. Supe igualmente de la existencia de los "Inventarios". No sólo esto: fue grande mi asombro al ir descubriendo que Pacheco se había transformado en una inexplicable paradigma de calidad humana, cívica y hasta literaria.

Las razones de este fenómeno, del auge de esta leyenda, no son de orden literario (bastaría con preguntar su opinión a cualquier lector en estado de inocencia). Son por fuerza razones que sólo los sociólogos, si sirvieran para algo, podrían esclarecer. Los demás, por supuesto, debemos limitarnos a admirar. No creo que Pacheco planeara en detalle su progresión. Nadie habría podido hacerlo. Sin embargo, el hecho es que, gracias a una limitación congénita de su manera de captar las cosas, gracias a la carecia de todo lo que implique flexibilidad, soltura, sonrisa, impulso, imaginación, el joven escritor, tal vez sin proponerse tanto, vio de pronto su obra literaria remolcada, como una arcaica máquina de coser de pedal, cuadrilonga y con ruedecitas, por una multitud cretina deficiente en héroes (sin los cuales la vida poco vale).

Por desabrido y relamido, Pacheco estuvo que ni pintado para el caso. Otro factor, sin embargo, fue esencial en aquella transfiguración: la izquierdosidad, por supuesto. Elemental prudencia suya, el asumirla, pero Pacheco supo magistralmente evitar un grado incómodo de compromiso, sin dejar de contentar a las bandas que arrastraban felices el oxidado cachivache de su poesía y su moralina, rumbo a la lucha final tan esperada todavía. Supo contentar y, a intervalos oportunos, propinar papirotazos de pesimismo impresionante. No hay cosa que el proletariado agradezca más -- y hace subir, de paso, el termómetro moral.

La actitud de José Emilio Pacheco fue relevando a un perito en manejar la estupidez humana (concretamente, la de cierto México en el último veintenio). Primero, un gelatinoso lamento cultillo al morir el Chegüevara (y Pacheco, casualmente en vuelo hacia Europa). Acto seguido, un gesto amargo de desencanto ante lo incorregible de la humanidad. Pausa, y una pirueta de "artista" pretendidamente deslumbrado, a pesar de todo, por cualquier simpleza que haga murmurar a los profanos: "Él sí es sensible y profundo." Entonces, una mueca de dolor, unas palabras farfulladas con rabia: Escribo en una máquina Remington Rand... (y sí, escribía en ella; como también cobraba y cobra en dólares). Finalmente, la cómica trasposición romanoide: ¿Has visto, oh Pasíbula, la chequera de Lucio Calpurnio Bestia? (Y el profano coro: "Cuán culto, qué barbaridad.") En fin, el grotesco hecho existe. Pérez Gay tiene razón en afirmar que hay Pacheco para rato. Sólo que...

Sólo que ya no serán las cosas tan cómodas como antes. Empieza a verse claro que aquello de creer "que/ (contra la abrumadora evidencia)/ los nietos de los nietos de nuestros nietos/ conocerán la sociedad perfecta" representa un vergonzoso ardid de pícaro para dar gusto a la marxetería dominante, sin abandonar el pretendido tormento de intelectual a quien hasta lo que no prueba le hace daño. Quiere que se persuada bien la gente: mientras le bolean los zapatos en un aeropuerto internacional, Pacheco solloza por alguna iniquidad cometida en el Congo: aunque pasee, no es ningún simple turista. Quiere que nadie dude: si jamás se suma a ninguna manifestación dispersada a tiros, él puede ser excusad: es porque ayer cayó en cama al enterarse de las condiciones de vida de los andamaneses. En resumen, una existencia picaresca, de puro timo. De un género que, hoy, permite vivir bastante a gusto.

Pues bien, decíamos, ya es menos así. Hace cinco años habrían sido inconcebibles estas frases de los últimos meses (de autores y lugares distintos, y ninguna aparecida en el semanario de Novedades): "Sus errores no sólo provienen de una cada vez más alarmante falta de autocrítica." "El 'problema', así, no es la moral sino el abuso de la moral, la moralina", "prisionero de una retórica facilona y farisaica", "sus pésimos poemas, sus discurso entre ruinas, empobrecido a fuerza de catástrofes, su falso trasfondo moral..."

Como se ve, José de la Colina no es el único que --según Pacheco y sin otro síntoma que el no soportar a Pacheco-- "aborrece la compasión por las víctimas..., la protesta contra la violencia, la miseria, la contaminación". Basta de lógicas de monja. Rechazar el modus operandi y los partos de Pacheco no por fuerza significa que seamos tan, pero de veras tan perversos.

Empieza a llover en la milpita de este Grande Hombre. Seguirá lloviendo. Cuando fallezca, en hedor de santurronidad, los discursos serán notablemente distintos de como los debió de imaginar en 1968, cuando el joven parco, ataviado de primera comunión, proclamaba que "un lapso de la historia ha termiando", lucidez idéntica a la del personaje de cierto viejo chiste: "Ha comenzado la guerra de los Treinta Años.."

Hoy en día, ¿cómo responde a esta higiene mental el ganglio cerebroide de José Emilio Pacheco? Mal, hay que reconocerlo. Mal. Allá él. Repite, cacareando: "Los sinvergüenzas no quedarán impunes." ¡Los caraduras tampoco, puedo asegurárselo! ¿Hay Pacheco para rato? Procuremos entonces, cuando menos, que le resulte un mal rato.



Gerardo Deniz
Anticuerpos
Ediciones Sin Nombre-Juan Pablos, 1998.

Cinco textos de Gerardo Deniz acerca de José Emilio Pacheco:
http://www.scribd.com/doc/132835979/Cinco-textos-de-Gerardo-Deniz-acerca-de-Jose-Emilio-Pacheco

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